PARA EL ESTUDIO, COMPRENSIÓN Y DIVULGACIÓN DEL CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y LOS PROCESOS DE LA MUERTE

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jueves, 24 de febrero de 2011

MUERTES INESPERADAS

La muerte es una separación. Una experiencia de desprendimiento tanto para el que muere como para los que quedan vivos. Es un adiós de las almas a los apegos terrenales: afectos, personas, lugares, objetos.

Morir no es sólo perder el cuerpo, es algo más profundo y doloroso, que implica siempre la posibilidad de un aprendizaje. Morir es aprender a despedirse y lo curioso es que el ser humano sabe desde niño que la muerte ocupa un lugar en su vida y en cierto modo se prepara para ese acontecer, pero la muerte, por mejor dispuesto que se esté hacia ella, siempre sorprende.


Sin embargo, es bien diferente la resonancia de una muerte súbita a una cita esperada. La última permite cierto espacio de preparación, de ir cortando lazos y cerrando historias, mientras que la muerte repentina acontece con un sabor de hecho incomprensible, irreparable e inexplicable, con una carga de fatalidad y de destino que reviste un cierto sabor de “injusticia”.


La muerte inesperada no da espacio para saldar cuentas pendientes, decir adioses, limar rencores o dar un abrazo más. Muchas veces hace nacer, en los que quedamos vivos, sentimientos de indignación e impotencia que se aceptan sólo con resignación. Uno se ve obligado a aprender de golpe, y todo junto, algo para lo cual aún no estaba preparado.


La muerte inesperada es una cirugía sin anestesia, algo parecido a la ruptura de un orden natural. Y es común que nos preguntemos, frente a ella, ¿por qué?, ¿por qué esto?, ¿por qué ahora?, ¿por qué él o ella?


Es que ocurre, al principio, que la muerte inesperada nos deja sin “sentido”.




En su doble significación: por una parte, con la conciencia aturdida, desmayado nuestro psiquismo, vulnerada nuestra seguridad y, por otra, sin entender y comprender el significado de lo acontecido. Como vacíos de respuestas.


La muerte inesperada de alguien amado nos desgarra el corazón y nos arranca parte de nuestra alma, nos cambia la vida de golpe.

Sabemos que morir es un viaje, tanto para el que se va como para los que quedamos. Pero se trata de recorridos por caminos diferentes. Salidas sin aviso previo que truncan los proyectos que teníamos para realizar con el otro y nos enfrentan con la pérdida, la soledad y el desapego.


¿Se puede estar preparado, alguna vez, para recibir, aceptar, asimilar y trasmutar esta vivencia en crecimiento, aprendizaje y sabiduría interior? No creo que nadie pueda llegar a estarlo totalmente, pero sí puede conseguir llevar el proceso del duelo de una manera que lo haga arribar a un buen puerto y hacer que lo vivido no haya sido en vano.


La muerte es un tránsito y un descanso, un amanecer y un anochecer, una despedida y un encuentro, una realización y una promesa, una partida y una llegada. Nuestra vida no comienza cuando nacemos y no termina cuando morimos. Sólo es pasar un tiempo para madurar y crecer un poco. Avanzar un paso, tener la oportunidad de evolucionar un escalón más en el proceso hacia la realización plena como seres perfectos.


La muerte inesperada revela lo que nosotros, los que quedamos, tenemos que aprender. Es un mensaje personal para los que seguimos vivos, un legado que nuestros seres queridos nos dejan, para que descifremos.
No podemos pedir no tener ningún tipo de problema, ya que eso es imposible.




No podemos pedir que todos nuestros seres queridos estén siempre libres de enfermedad. No podemos pedir un hechizo mágico para que las cosas malas sólo les pasen a otras personas y nunca a nosotros.


Pero el ser humano que pide valor, que pide fortaleza para soportar lo insoportable, que pide la gracia de recordar lo que tienen y no sólo lo que han perdido, muy a menudo sus oraciones son escuchadas y sus peticiones les son concedidas. Se dan cuenta de que tienen más fuerza, más valor de lo que nunca hubieran imaginado tener.

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