PARA EL ESTUDIO, COMPRENSIÓN Y DIVULGACIÓN DEL CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y LOS PROCESOS DE LA MUERTE

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miércoles, 8 de septiembre de 2010

LA DULCE TRISTEZA DE LA MORTALIDAD


Así como la enfermedad es una parte de la vida —y una parte ineludible del destino—, la muerte es una parte de la vida y un destino sin escapatoria. Nuestras más preciadas cualidades, la creatividad, el amor, el valor, provienen del hecho de que sabemos que tenemos que morir. Esto siempre está frente a nosotros.

Los niños generalmente son más conscientes de esto que los adultos. Este es un punto muy importante, especialmente si están educando a niños y ellos preguntan acerca de la muerte.

El doctor Maslow ha realizado grandes contribuciones a la sicología. Su casa está en la rivera del río Charles,en Cambridge. Cuando tuvo su primer ataque cardíaco escribió una carta. En aquel tiempo me dijo: “mi río nunca se había visto tan bello como cuando estoy sentado aquí afuera, sabiendo que voy a tener que dejarlo”.

Y entonces escribió: “dudo que el amor pasional fuese posible si no supiésemos que vamos a morir. El amor apasionado está cimentado esencialmente en el hecho de que estamos solos, que sabemos que nos vamos a extrañar el uno al otro. Y el llanto no es porque haya algo incorrecto en morir, sino porque hemos amado.

La muerte recibe su significado del hecho de que los seres humanos pueden amarse unos a otros. Y el amor es lo que hace a la muerte una parte tan importante de la vida. Amamos porque morimos, porque estamos solos, porque nos necesitamos unos a los otros, y porque vivimos en un mundo en el cual la última punta de la ansiedad radica, no en que estemos completamente sanos, más bien proviene de que se hacen evidentes nuestras debilidades. Es un equilibrio delicado.”

Si uno viviera para siempre, no habría razón para crear nada. La Novena sinfonía de Beethoven, las grandes pinturas o los grandes trabajos de Miguel Ángel destacan porque los autores no eran inmortales. Sabían que iban a morir y su gran urgencia era dejar algún legado para nosotros.

Ahora bien, nadie muere en el monte del Olimpo, los dioses nunca hacen nada, ciertamente nada interesante, excepto cuando llevan a un mortal.

Pero la mortalidad tiene que estar casada con la inmortalidad para darle alguna sazón a la inmortalidad y algún tipo de significado.

Zeus, quien era un mujeriego de primer orden, se enamoró de una mujer y Mercurio le dijo: “tú eres Zeus, puedes hacer lo que quieras. ¿Por qué no declaras una pequeña guerra en Grecia para que el marido de tu amada, el joven general, tenga que partir? Puedes bajar enmascarado y hacerle la corte a su esposa”. Zeus pensó que era una buena idea y ejecutó la sugerencia. Y cuando regresó a los cielos, le contó a Mercurio cosas que la mujer le había dicho: ‘ahora que soy joven’, o ‘cuando sea vieja’, o ‘cuando muera’ y que le cosrtaba trabajo comprender en su plenitud.
—Esto me acuchilla, Mercurio —dijo Zeus—. Nos falta algo, Mercurio. Nos falta la viveza de los mortales, la dulce tristeza de aferramos a algo que sabemos que no podemos sostener.

Ahora pienso que esas palabras son absolutamente bellas. Esta dulce tristeza de aferramos a algo que sabemos que no podemos sostener

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