No es fealdad ni despropósito, sino uno de los medios para encontrar el sentido
El dolor es una realidad cuya aceptación tratamos continuamente de postergar, a pesar de que es la metáfora extrema de nuestra capacidad de sentir.
El dolor es una realidad cuya aceptación tratamos continuamente de postergar, a pesar de que es la metáfora extrema de nuestra capacidad de sentir.
El dolor tiene unas causas, pero hablar de ellas pone en peligro el “orden” establecido o inducido.
Por eso se esconden las causas del sufrimiento que origina el poder legitimado por un modelo político, económico, cultural, moderno o tradicional, que no se revisa y que se constituye dogmáticamente como única fórmula de interacción social, ocultándose las responsabilidades tras las espaldas y en las sombras. Gozar el placer, sufrir el dolor, no vivir de ellos, sería la manifestación de una verdadera madurez humana.
De tanto que miramos, no vemos; de tanto que nos hablan no oímos; de tanto que poseemos estamos insensibilizados para buscar. Pero nos queda el dolor como el sentido que en algún momento nos despierta de nuestro inconsciente sueño. Se teme al dolor, pero el dolor nos puede acercar a nuestra humanidad. Aunque nosotros lo neguemos, él está ahí. Aunque, incluso, en los círculos sociales más cercanos e íntimos nos parezca “incorrecto” demostrar la “debilidad” de padecer, el dolor, tercamente, estará presente.
Del dolor no se quiere hablar porque provoca, porque nos enfrenta, porque nos intranquiliza. Pero si pudiéramos medir el nivel de dolor que hoy el ser humano produce y se produce, es probable que el experimento hiciera saltar por los aires el supuesto laboratorio, ante el grito concentrado que se encierra en las entrañas del alma de este planeta.
El dolor es, pues, una realidad cuya aceptación nosotros tratamos continuamente de postergar, pero que a la altura de nuestra actual conciencia social su existencia impide que nos durmamos en esta inconsciencia que nos anula, que nos insensibiliza: el dolor es la metáfora extrema de nuestra capacidad de sentir.
Se habla del dolor causado por la frustración, la soledad, la renuncia, la humillación, el desprecio, la incomprensión. También se habla del dolor de los que no tienen nada, de los que emigran, de los que abandonan a los hijos, de los que torturan y de los que son torturados; de los delincuentes, de los que no tienen trabajo, de los que no poseen asistencia médica para sí mismos o para sus seres queridos; de los que se ven arrastrados por guerras que ni comprenden ni les van, de los desplazados, de los sometidos por epidemias que los que tienen las soluciones contra ellas no están interesados en erradicar.
Doble lectura
Y ese dolor que es “estéticamente feo” no lo asumimos como realidad humana cuando se manifiesta como pobreza, dependencia, enfermedad, injusticia, violencia, ignorancia, desamparo... atreviéndonos a negar o a omitir la verdad que se esconde: el dolor está ahí porque lo producimos en nuestra fábrica de mentiras y de imágenes aparentes que alimenta la máscara social, aunque se diga que son efectos no deseados, incontrolados.
Pero esos efectos no deseados también se reciclan y se vive de ellos, son portadas de todos los medios de comunicación. Para eso es para lo que se utiliza el dolor, el ajeno claro, en una sociedad de la imagen y el hedonismo: se utiliza el sufrimiento físico y psíquico como espectáculo, nutriendo con el morbo el vacío que dejan las frustraciones en los proyectos, las dificultades para conseguir los sueños, las injusticias justificadas con discursos cargados de confusión y mentiras.
Según la Academia de la Lengua, morbo es sinónimo de enfermedad. Se denomina morboso a lo que causa enfermedad o es propio de ella, y por extensión, según el diccionario de la lengua española, se llama así a aquello que revela un estado físico o psíquico insano. La morbosidad, sigue diciendo, es el conjunto de alteraciones patológicas que caracterizan el estado sanitario de un país.
Con el morbo se intenta nutrir (como al cuerpo con la comida basura) a un espíritu errante que sin aliento se arrima a la primera fuente de calor que encuentra, para lograr algún tipo de energía que le permita seguir existiendo un tiempo más, aunque esa fuente sea venenosa y cree adicción. El brillo de esa fuente es la trampa que hace caer a todos los inocentes y los desprevenidos.
Responsabilidad de civilización
Tamaña responsabilidad la que tiene esta civilización que llega a altas cotas de riqueza a costa de anular el espíritu, nutriéndolo con los productos de su propia insensatez, sin asumir los efectos de sus actos alienándose hasta la locura por no querer ver ni sentir. Gozar el placer, sufrir el dolor, no vivir de ellos, sería la manifestación de una verdadera madurez humana.
El dolor que se pretende convertir en espectáculo, que se convierte en una imagen fija de llanto y de desesperación de niños, viejos y mujeres que sufren, es un dolor que aleja al que sufre de su espectador: es la imagen del dolor en los tiempos de la “reproducción técnica”, como quizás lo denominaría el sociólogo W. Benjamín.
¿Realmente esas informaciones espectaculares llaman a la solidaridad? ¿O se convierten en una satisfacción personal, para el que la observa repetidamente, porque, por esta vez y en estas circunstancias, a este espectador de turno no le ha tocado ese sufrimiento?
Parece que queramos consolidar esta sociedad a base de construir espectáculo con todo lo que pudiera hablar de trascendencia humana, frivolizando y despersonalizando cualquier experiencia, aunque para ello se degrade a los protagonistas.
Dolor y tecnología
De esta forma colocamos, en un escenario artificial, escenas reales, con actores e historias que no han sido imaginados por ningún autor de novelas. Pero en esos escenarios cualquier historia verá transformados sus contenidos y significados gracias a los recursos de las tecnologías y a la insistencia en imágenes repetidas hasta la saciedad.
Imágenes que al final dejan de conmover porque de tanto proyectarse ya no se ven, ni se oyen. Los sentidos han perdido sensibilidad y reflejo porque ya no es novedad el dolor del mundo y porque nunca se terminan de explicar las causas últimas de esa realidad-espectáculo.
También porque la información que esconde la historia contada, deja de ser importante porque el protagonismo termina teniéndolo el periodista que logró las imágenes, la agencia o el medio de comunicación que mejor cubrió el evento, la ONG que llegó a desplegar recursos para “aliviar” la situación, las declaraciones de solidaridad de las instituciones públicas nacionales o internacionales con una cascada de buenos deseos, etc.
Muchos de estos “observadores de primera fila” (y de larga distancia) terminarán recibiendo premios a la mejor cobertura, presupuestos mejores para su labor asistencial, o en el peor de los casos, nuevas fuentes de negocio para las empresas de servicios oportunos y oportunistas que quizás sean las que dieron origen a la situación que se menciona. De los dolientes no se volverá a hablar, parece que queda zanjado su dolor con las medidas racionales adoptadas. Luego se mirará para otro dolor reciente, o muy viejo, del que no habíamos hecho aún espectáculo alguno.
El dolor como espectáculo
El dolor no se puede convertir en un espectáculo porque éste nos insensibiliza por su propia naturaleza como entretenimiento. Tampoco puede descubrirse la trascendencia de los hechos de los que se informa porque éstos hechos están confundido dentro del continúo bombardeo de informaciones intrascendentes. No se puede hablar del dolor que experimentan los desplazados, los heridos, los hambrientos, etc., y después hablar del tiempo que nos impide tomar el sol en la playa, o esquiar porque no ha nevado suficientemente.
El dolor tiene facultades que se pierden en el marasmo de acontecimientos informativos, enumerados como el que hace una letanía, un juego para la memoria. Por otro lado, el negar el dolor, ocultarlo o frivolizarlo, nos arranca, nos desgarra, una parte importante de nuestra humanidad
Tras esta realidad, otra, aún más tenebrosa si cabe. El dolor tiene unas causas y hablar de ellas pondría en peligro el “orden” establecido o inducido. Por eso se esconden las causas del dolor que origina el poder legitimado por un modelo político, económico, cultural, moderno o tradicional, que no se revisa y que se constituye dogmáticamente como única fórmula de interacción social, ocultándose las responsabilidades tras las espaldas y en las sombras.
Por eso, se señala con el dedo largo de los poderosos al dolor causado por los anatematizados, o por los marginados, por los que son excluidos o por los que se auto excluyen, por los revoltosos, por los inconformistas, los que nunca accederán a la domesticación y de los cuales se ofrecen todas las imágenes posibles que hablen de su degradación y de su locura.
Tendencia del día siguiente
Sobre las débiles espaldas de éstos cae la culpa y la responsabilidad de todo un sistema que no funciona, pero que sí permite los privilegios de una minoría de intocables, aunque también degradados, humanamente hablando, tanto o más que los que han resultado ser las víctimas propiciatorias.
El segundo aspecto que queremos destacar aquí es lo que llamaríamos la tendencia del día siguiente. Después de un dolor, la receta es alentar la recuperación de la normalidad con el olvido de lo pasado, cuanto más pronto mejor. Recuperar la normalidad, ¿qué es eso? Todo dolor requiere de un duelo.
El duelo es, también, un proceso natural por el cual el ser humano asimila la experiencia vivida y se fortalece a través de ella. El esfuerzo por llegar a la “normalidad” es un esfuerzo contra-natura; la normalidad es el duelo, es el dolor, es la experiencia del dolor, es la renuncia a la frivolidad y a la simpleza, es la asunción de todas las facetas del vivir.
La normalidad no existe. Existen nuevas circunstancias siempre, cuánto más después de un dolor. Lo que se produce es un proceso de readaptación a las nuevas circunstancias; a una realidad extraña a la “normalidad” que antes se tenía. Nada es igual después del sufrimiento. Nada es igual tras la invasión de un país; tras un terremoto; tras un accidente; tras la muerte de un ser querido.
Vivir el duelo
Todo tipo de dolor merece un duelo, requiere un duelo. Un duelo supone vivir un proceso de aceptación de la pérdida (por enfermedad, por muerte, por catástrofe natural o provocada); un proceso de reflexión y asimilación de la vivencia; no una huída para “quitármela de encima”, lo más pronto posible, pues toda vivencia deja una impronta, una huella de la que hay que sacar sabiduría y fuerza. Si no se las tiene en cuenta, las experiencias dolorosas y traumáticas se distorsionarán y emergerán con nuevas manifestaciones y sufrimientos, porque “se cicatrizaron sus heridas en falso”.
No digo que el dolor haga falta para ganar méritos y lograr el reino de los cielos, digo que el dolor propio es una fuente de energía que nos empuja a la creación. Digo que el dolor nos informa de la realidad que vivimos y que tenemos que superar. Digo que el dolor nos habla de las creencias que nos condicionan, pero que también nos dan sentido. Digo que el dolor nos informa de las injusticias que cometemos y que padecemos. Digo que el dolor manifiesta aquellos gritos del alma que no queremos escuchar. El dolor no es fealdad ni despropósito, el dolor es uno de los medios para encontrar el sentido.
Hay que valorar la presencia del dolor como sensibilidad propia, como efecto de nuestra capacidad de amor, como consecuencia de la empatía que tenemos con todo lo que nos rodea y con todos los que nos rodean; el dolor como impulso para la solidaridad, como razón para la acción social que no siempre tiene que ser acción experta o de profesionales. Porque al que vive el dolor y sabe que es un síntoma que anuncia la posibilidad de muerte (del tipo que sea), no le consuelan las explicaciones técnicas de los expertos, le confortan la solidaridad humana, la compañía cercana, la mano amiga.
Perder el sentido del dolor es perder un radar poderoso cuya incómoda presencia nos empuja a tratar de encontrar respuestas a la pregunta que nos provoca: ¿por qué esta realidad está siendo así? Esta cualidad humana impide que nos perdamos eternamente en el universo de lo fácil, de lo pueril, de la mentira, de lo falso, de lo aparente, de la muerte sin sentido de lo físico, y sobre todo de la desconexión con el aliento que mantiene la vida.
Experiencia individual
El dolor es también una experiencia individual, nadie vive el dolor de la misma manera, aunque las vivencias o las circunstancias sean las mismas. Cuando se pretende vivir el dolor ajeno, se le arrebata al otro la oportunidad de fortalecimiento y maduración personal que el dolor le produce.
No hablo del que provoca dolor al otro: esa responsabilidad ha de ser perseguida por la justicia humana. Hablo del que va al duelo y tiene que ser consolado por los deudos del fallecido, porque se busca protagonismo gracias a ese dolor. Es el que hace caridad ante las cámaras, la prensa o ante el mismísimo Dios para conseguir mayor ratio de gloria terrena y celestial.
Hablo de las aparentes muestras de conmoción de los administradores políticos frente a una previsible catástrofe, cuando la visión de sus consecuencias no le lleva a preguntarse ¿qué hice yo para evitar que esto sucediera? O ¿cuánta responsabilidad tengo en el dolor de estas gentes? Llevándoles estas preguntas a actuar en consecuencia.
De tanto que miramos, no vemos; de tanto que nos hablan no oímos; de tanto que poseemos estamos insensibilizados para buscar. Pero nos queda el dolor como el sentido que en algún momento nos despierta de nuestro inconsciente sueño. Se teme al dolor, pero el dolor nos puede acercar a nuestra humanidad. Aunque nosotros lo neguemos, él está ahí. Aunque, incluso, en los círculos sociales más cercanos e íntimos nos parezca “incorrecto” demostrar la “debilidad” de padecer, el dolor, tercamente, estará presente.
Del dolor no se quiere hablar porque provoca, porque nos enfrenta, porque nos intranquiliza. Pero si pudiéramos medir el nivel de dolor que hoy el ser humano produce y se produce, es probable que el experimento hiciera saltar por los aires el supuesto laboratorio, ante el grito concentrado que se encierra en las entrañas del alma de este planeta.
El dolor es, pues, una realidad cuya aceptación nosotros tratamos continuamente de postergar, pero que a la altura de nuestra actual conciencia social su existencia impide que nos durmamos en esta inconsciencia que nos anula, que nos insensibiliza: el dolor es la metáfora extrema de nuestra capacidad de sentir.
Se habla del dolor causado por la frustración, la soledad, la renuncia, la humillación, el desprecio, la incomprensión. También se habla del dolor de los que no tienen nada, de los que emigran, de los que abandonan a los hijos, de los que torturan y de los que son torturados; de los delincuentes, de los que no tienen trabajo, de los que no poseen asistencia médica para sí mismos o para sus seres queridos; de los que se ven arrastrados por guerras que ni comprenden ni les van, de los desplazados, de los sometidos por epidemias que los que tienen las soluciones contra ellas no están interesados en erradicar.
Doble lectura
Y ese dolor que es “estéticamente feo” no lo asumimos como realidad humana cuando se manifiesta como pobreza, dependencia, enfermedad, injusticia, violencia, ignorancia, desamparo... atreviéndonos a negar o a omitir la verdad que se esconde: el dolor está ahí porque lo producimos en nuestra fábrica de mentiras y de imágenes aparentes que alimenta la máscara social, aunque se diga que son efectos no deseados, incontrolados.
Pero esos efectos no deseados también se reciclan y se vive de ellos, son portadas de todos los medios de comunicación. Para eso es para lo que se utiliza el dolor, el ajeno claro, en una sociedad de la imagen y el hedonismo: se utiliza el sufrimiento físico y psíquico como espectáculo, nutriendo con el morbo el vacío que dejan las frustraciones en los proyectos, las dificultades para conseguir los sueños, las injusticias justificadas con discursos cargados de confusión y mentiras.
Según la Academia de la Lengua, morbo es sinónimo de enfermedad. Se denomina morboso a lo que causa enfermedad o es propio de ella, y por extensión, según el diccionario de la lengua española, se llama así a aquello que revela un estado físico o psíquico insano. La morbosidad, sigue diciendo, es el conjunto de alteraciones patológicas que caracterizan el estado sanitario de un país.
Con el morbo se intenta nutrir (como al cuerpo con la comida basura) a un espíritu errante que sin aliento se arrima a la primera fuente de calor que encuentra, para lograr algún tipo de energía que le permita seguir existiendo un tiempo más, aunque esa fuente sea venenosa y cree adicción. El brillo de esa fuente es la trampa que hace caer a todos los inocentes y los desprevenidos.
Responsabilidad de civilización
Tamaña responsabilidad la que tiene esta civilización que llega a altas cotas de riqueza a costa de anular el espíritu, nutriéndolo con los productos de su propia insensatez, sin asumir los efectos de sus actos alienándose hasta la locura por no querer ver ni sentir. Gozar el placer, sufrir el dolor, no vivir de ellos, sería la manifestación de una verdadera madurez humana.
El dolor que se pretende convertir en espectáculo, que se convierte en una imagen fija de llanto y de desesperación de niños, viejos y mujeres que sufren, es un dolor que aleja al que sufre de su espectador: es la imagen del dolor en los tiempos de la “reproducción técnica”, como quizás lo denominaría el sociólogo W. Benjamín.
¿Realmente esas informaciones espectaculares llaman a la solidaridad? ¿O se convierten en una satisfacción personal, para el que la observa repetidamente, porque, por esta vez y en estas circunstancias, a este espectador de turno no le ha tocado ese sufrimiento?
Parece que queramos consolidar esta sociedad a base de construir espectáculo con todo lo que pudiera hablar de trascendencia humana, frivolizando y despersonalizando cualquier experiencia, aunque para ello se degrade a los protagonistas.
Dolor y tecnología
De esta forma colocamos, en un escenario artificial, escenas reales, con actores e historias que no han sido imaginados por ningún autor de novelas. Pero en esos escenarios cualquier historia verá transformados sus contenidos y significados gracias a los recursos de las tecnologías y a la insistencia en imágenes repetidas hasta la saciedad.
Imágenes que al final dejan de conmover porque de tanto proyectarse ya no se ven, ni se oyen. Los sentidos han perdido sensibilidad y reflejo porque ya no es novedad el dolor del mundo y porque nunca se terminan de explicar las causas últimas de esa realidad-espectáculo.
También porque la información que esconde la historia contada, deja de ser importante porque el protagonismo termina teniéndolo el periodista que logró las imágenes, la agencia o el medio de comunicación que mejor cubrió el evento, la ONG que llegó a desplegar recursos para “aliviar” la situación, las declaraciones de solidaridad de las instituciones públicas nacionales o internacionales con una cascada de buenos deseos, etc.
Muchos de estos “observadores de primera fila” (y de larga distancia) terminarán recibiendo premios a la mejor cobertura, presupuestos mejores para su labor asistencial, o en el peor de los casos, nuevas fuentes de negocio para las empresas de servicios oportunos y oportunistas que quizás sean las que dieron origen a la situación que se menciona. De los dolientes no se volverá a hablar, parece que queda zanjado su dolor con las medidas racionales adoptadas. Luego se mirará para otro dolor reciente, o muy viejo, del que no habíamos hecho aún espectáculo alguno.
El dolor como espectáculo
El dolor no se puede convertir en un espectáculo porque éste nos insensibiliza por su propia naturaleza como entretenimiento. Tampoco puede descubrirse la trascendencia de los hechos de los que se informa porque éstos hechos están confundido dentro del continúo bombardeo de informaciones intrascendentes. No se puede hablar del dolor que experimentan los desplazados, los heridos, los hambrientos, etc., y después hablar del tiempo que nos impide tomar el sol en la playa, o esquiar porque no ha nevado suficientemente.
El dolor tiene facultades que se pierden en el marasmo de acontecimientos informativos, enumerados como el que hace una letanía, un juego para la memoria. Por otro lado, el negar el dolor, ocultarlo o frivolizarlo, nos arranca, nos desgarra, una parte importante de nuestra humanidad
Tras esta realidad, otra, aún más tenebrosa si cabe. El dolor tiene unas causas y hablar de ellas pondría en peligro el “orden” establecido o inducido. Por eso se esconden las causas del dolor que origina el poder legitimado por un modelo político, económico, cultural, moderno o tradicional, que no se revisa y que se constituye dogmáticamente como única fórmula de interacción social, ocultándose las responsabilidades tras las espaldas y en las sombras.
Por eso, se señala con el dedo largo de los poderosos al dolor causado por los anatematizados, o por los marginados, por los que son excluidos o por los que se auto excluyen, por los revoltosos, por los inconformistas, los que nunca accederán a la domesticación y de los cuales se ofrecen todas las imágenes posibles que hablen de su degradación y de su locura.
Tendencia del día siguiente
Sobre las débiles espaldas de éstos cae la culpa y la responsabilidad de todo un sistema que no funciona, pero que sí permite los privilegios de una minoría de intocables, aunque también degradados, humanamente hablando, tanto o más que los que han resultado ser las víctimas propiciatorias.
El segundo aspecto que queremos destacar aquí es lo que llamaríamos la tendencia del día siguiente. Después de un dolor, la receta es alentar la recuperación de la normalidad con el olvido de lo pasado, cuanto más pronto mejor. Recuperar la normalidad, ¿qué es eso? Todo dolor requiere de un duelo.
El duelo es, también, un proceso natural por el cual el ser humano asimila la experiencia vivida y se fortalece a través de ella. El esfuerzo por llegar a la “normalidad” es un esfuerzo contra-natura; la normalidad es el duelo, es el dolor, es la experiencia del dolor, es la renuncia a la frivolidad y a la simpleza, es la asunción de todas las facetas del vivir.
La normalidad no existe. Existen nuevas circunstancias siempre, cuánto más después de un dolor. Lo que se produce es un proceso de readaptación a las nuevas circunstancias; a una realidad extraña a la “normalidad” que antes se tenía. Nada es igual después del sufrimiento. Nada es igual tras la invasión de un país; tras un terremoto; tras un accidente; tras la muerte de un ser querido.
Vivir el duelo
Todo tipo de dolor merece un duelo, requiere un duelo. Un duelo supone vivir un proceso de aceptación de la pérdida (por enfermedad, por muerte, por catástrofe natural o provocada); un proceso de reflexión y asimilación de la vivencia; no una huída para “quitármela de encima”, lo más pronto posible, pues toda vivencia deja una impronta, una huella de la que hay que sacar sabiduría y fuerza. Si no se las tiene en cuenta, las experiencias dolorosas y traumáticas se distorsionarán y emergerán con nuevas manifestaciones y sufrimientos, porque “se cicatrizaron sus heridas en falso”.
No digo que el dolor haga falta para ganar méritos y lograr el reino de los cielos, digo que el dolor propio es una fuente de energía que nos empuja a la creación. Digo que el dolor nos informa de la realidad que vivimos y que tenemos que superar. Digo que el dolor nos habla de las creencias que nos condicionan, pero que también nos dan sentido. Digo que el dolor nos informa de las injusticias que cometemos y que padecemos. Digo que el dolor manifiesta aquellos gritos del alma que no queremos escuchar. El dolor no es fealdad ni despropósito, el dolor es uno de los medios para encontrar el sentido.
Hay que valorar la presencia del dolor como sensibilidad propia, como efecto de nuestra capacidad de amor, como consecuencia de la empatía que tenemos con todo lo que nos rodea y con todos los que nos rodean; el dolor como impulso para la solidaridad, como razón para la acción social que no siempre tiene que ser acción experta o de profesionales. Porque al que vive el dolor y sabe que es un síntoma que anuncia la posibilidad de muerte (del tipo que sea), no le consuelan las explicaciones técnicas de los expertos, le confortan la solidaridad humana, la compañía cercana, la mano amiga.
Perder el sentido del dolor es perder un radar poderoso cuya incómoda presencia nos empuja a tratar de encontrar respuestas a la pregunta que nos provoca: ¿por qué esta realidad está siendo así? Esta cualidad humana impide que nos perdamos eternamente en el universo de lo fácil, de lo pueril, de la mentira, de lo falso, de lo aparente, de la muerte sin sentido de lo físico, y sobre todo de la desconexión con el aliento que mantiene la vida.
Experiencia individual
El dolor es también una experiencia individual, nadie vive el dolor de la misma manera, aunque las vivencias o las circunstancias sean las mismas. Cuando se pretende vivir el dolor ajeno, se le arrebata al otro la oportunidad de fortalecimiento y maduración personal que el dolor le produce.
No hablo del que provoca dolor al otro: esa responsabilidad ha de ser perseguida por la justicia humana. Hablo del que va al duelo y tiene que ser consolado por los deudos del fallecido, porque se busca protagonismo gracias a ese dolor. Es el que hace caridad ante las cámaras, la prensa o ante el mismísimo Dios para conseguir mayor ratio de gloria terrena y celestial.
Hablo de las aparentes muestras de conmoción de los administradores políticos frente a una previsible catástrofe, cuando la visión de sus consecuencias no le lleva a preguntarse ¿qué hice yo para evitar que esto sucediera? O ¿cuánta responsabilidad tengo en el dolor de estas gentes? Llevándoles estas preguntas a actuar en consecuencia.
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