Creo que los primeros pensamientos significativos que cruzaron por la mente del primer ser humano capaz de tener pensamientos profundos fueron: “¿Qué soy?”¿Quién soy?
Hace unos 2500 años, los salmistas lo parafrasearon de este modo: “¿qué es el hombre, qué es ese ser que Tú has creado?”. El ser humano es la única criatura que representa un problema para sí mismo. Abraham Maslow escribió:
“La especie humana es la única especie que encuentra difícil ser una especie”. Para el gato, no parece haber problema en aceptar su condición gatuna. Solamente los humanos tienen una búsqueda de identidad, solamente nosotros somos autoconscientes.
Al tratar de hallar las respuestas a las interrogantes universales, hay quien expone razones fáciles y rápidas. Especialmente resultan de muy poca ayuda las respuestas que nos hacen imaginarnos con menos valía de la que poseemos: “El hombre es un animal noble” (sir Thomas Browne); “Un mero insecto” (Francis Church); “Un animal que razona” (Séneca); “Tan sólo una bestia” (Thomas Percy)… Pero no somos bichos ni bestias.
Algunos pensadores recurren a frases tales como “Pequeñas patatas” (Kipling); “Nacido libre” (Rousseau);”Es un prisionero” (Platón); “Maestro de su destino” (Tennyson); “Ciertamente, completamente loco”(Montaigne). Las citas siguen y siguen. Pero todas ofrecen más resplandor que iluminación. Dicen más acerca de la psiquis de sus autores que de la naturaleza de la humanidad.
Algunos pensadores intentan imprimir su enfoque en cada pieza del bagaje teórico; desean con fervor traducir cada una de nuestras preguntas —y evaluar cada uno de nuestros actos— en función de un sistema particular.
Por lo tanto, Marx nos vio en términos económicos; Freud nos vio en términos de nuestras funciones sexuales; Becket nos dejó colgando sobre el abismo epistemológico, esperando a Godot; la Secretaría de Hacienda nos percibe como números, que cobran vida cada año.
La respuesta de los salmistas es más poética que el resto, pero no es de mucha más utilidad para nuestro entendimiento: “El hombre es un simple infante en el universo… Insignificante ante lo vasto de los mundos… Hecho a la imagen de Dios, pero un poco menos que la divinidad…”
Tales respuestas no hubieran ayudado al depresivo filósofo Arthur Schopenhauer. Caminando una noche por Berlín, su mente sitiada por los acertijos de la existencia, encontró el camino hacia un parque público. Ahí, un policía lo confundió con un vagabundo. El oficial lo señaló con su bastón: “¿quién eres?, ¿qué demonios estás haciendo aquí?”. “Precisamente —respondió Schopenhauer—, ojalá yo lo supiera”.
Ahora bien, existe un enfoque opuesto a toda esta filosofía. Hay muchos que simplemente ignoran las preguntas y se dedican a lo suyo. Para ellos, las preguntas no tienen relevancia alguna. Como en el caso de un pasajero ocasional de un tren que sintió curiosidad al ver a un trabajador de la estación golpeteando las llantas de cada carro con un martillo de metal. Sin conocer el propósito de este acto, el pasajero se acercó al trabajador y le preguntó qué hacía. “No sé. Solamente lo hago porque me pagan”.
¿Cuántas cosas damos por hecho? ¿Cuánto hacemos solamente porque siempre lo hemos hecho?
Sócrates dijo: “No vale la pena vivir la vida que no es examinada”.
Un día vi por casualidad un programa acerca del padre de la antropología estadunidense, Franz Boaz, nacido en Alemania y profesor de la universidad de Columbia por más de 40 años. Era conocido por su estudio de los esquimales y los pueblos indios de Norte y Sudamérica.
El fue responsable, en gran parte,de dos axiomas antropológicos: primero, no hay una persona inherentemente superior a otra (este dardo al corazón del etnocentrismo puso las teorías de Hitler en evidencia). Segundo, todas las culturas se hacen las mismas preguntas (el “porqué” de la vida) y buscan las respuestas a la enfermedad, la muerte y la felicidad.
La cultura es relativa, nos enseñó Boaz. Lo que nos hace diferentes es nuestra manera personal de soportar las realidades de la vida.
Entonces, ¿qué somos? Creo que nunca lo sabremos. En realidad, tal vez solamente Dios lo sepa. Pero si no sabemos por qué estamos aquí, por lo menos debemos estar conscientes de que estamos aquí mientras estemos aquí. Como alguna vez dijo Woody Alien en uno de sus instantes lúcidos:
“El 80 por ciento de la vida es simplemente aparecer”. El significado en la vida se manifiesta con sólo vivirla al despertar cada día, a cada momento, sin importar lo que venga.
El significado viene de buscar bendiciones en cada brisa, en cada acto, en cada nueva experiencia; de encontrar la belleza en cada aspecto de la vida, de la naturaleza del amor y el dolor que, generalmente, nos toma por sorpresa.
El significado viene de aparecer y atravesar. De encontrar el humor en la tristeza y la humildad en el triunfo; de hallar fortaleza en nuestra vulnerabilidad y solaz durante las tormentas.
¿Qué es el hombre y de qué se trata? Insisto, puede ser que jamás lo sepamos. Pero durante la vida hemos sido bendecidos para vivir, disfrutar la brisa y sobrepasar las ráfagas. Somos como cristales en el viento que cuando se encuentran su música y su melodía, de alguna manera, perdura. El valor para afligirse y lamentarse ¿De qué se trata la vida, si nuestro destino es simplemente morir, si la vida es un desperdicio? ¿Acaso la vida de quienes nos precedieron valió la pena, tuvo significado? ¿Es ahora el mundo un lugar mejor gracias a que vivieron o acaso los días de su vida fueron en vano? A
l buscar las respuestas a este misterio entendemos que este es el momento para afirmar algunas de las verdades esenciales del luto, de qué sucede cuando los que amamos mueren.
Lo primero que tenemos que afirmar es que hace falta afligirse. Cuando nuestros seres queridos y amigos mueren, tenemos una necesidad natural de dejarlos ir, de expresar nuestro sentimiento de pérdida.
Hay demasiadas personas que buscan atajos en el proceso del luto o que lo ignoran por completo. Un maestro comentó, “Aunque tenga que caminar por un valle oscuro”, que uno tiene que caminar por el valle, no puede evitarlo ni siquiera tomar una desviación. Pues sí: es necesario caminar por el valle oscuro, no alrededor, no por encima ni por debajo. En otras palabras, existe una necesidad de confrontar a la muerte, de enfrentar nuestra tristeza.
Algunas personas intentan eliminar por completo el proceso de la pena. Con frecuencia tratan de explicarlo diciendo que no quieren molestar a nadie, de causar un inconveniente o ser una carga. Es cierto que es un comportamiento muy considerado de su parte, pero no están satisfaciendo sus necesidades. Están convencidos de que no tienen esa necesidad.
Segundo, tenemos derecho a afligirnos. Con frecuencia, nuestros amigos y parientes bien intencionados nos quitan este derecho. Actúan de buena fe, ni dudarlo, cuando le dicen a quien ha sufrido una pérdida que llorar es un comportamiento infantil. Intentan alejar al enlutado de la situación de pena y hacen las cosas que él debe hacer por sí mismo. Distraen al doliente, hablan de cualquier cosa y de todo, excepto de las cuestiones sobre las que el enlutado necesita hablar y tiene el derecho a hablar.
A las personas que han sufrido la pérdida de un ser querido se les dice que “sean fuertes”, como si fueran piedras. Los seres humanos tenemos que darnos el permiso de llorar y esa es una de las razones por las que tenemos conductos lacrimales.
Y finalmente, necesitamos reconocer que el afligirse también requiere valor.
El duelo es la última prueba de la vida. Porque el afligirse es un modelo para el crecimiento y para encontrar el sentido en nuestra vida.
Enfrentarse a la pena y pasar por todo el proceso de lo que ella representa significa enfrentarnos a nuestros sentimientos con honestidad, expresarlos y aceptarlos durante todo el tiempo que le tome a la herida sanar. Para la mayoría de nosotros, esto es algo bastante difícil. Por eso, afligirse requiere valor.
Hace falta tenerlo para sentir nuestro dolor y enfrentarnos a lo desconocido. También hace falta tener valor para afligirse en una sociedad que, erradamente, valora la reserva y donde nos arriesgamos a enfrentar el rechazo de los demás por ser abiertos o diferentes.
Tener valor para afligirse conduce a tener valor para vivir, amar, arriesgarse y disfrutar los frutos de la vida sin temor o inhibiciones. Tener valor para enfrentarse a la pena, la frustración, las dificultades, invariablemente genera una vida de más recompensas.
Tener valor para confrontar la muerte con honestidad, significa que examinamos nuestra vida, valores, ideas, y lo que tiene significado para nosotros, con lo que eventualmente creamos una existencia satisfactoria y con un propósito.
Al aceptar a la muerte como un proceso natural de la vida, podemos vivir nuestra vida con más gusto y profundidad. Ahora, ¿qué es lo que tenemos para ayudarnos a desarrollar ese valor? No es algo que se encuentre en un catálogo y nos puedan entregar por mensajería; tampoco lo hallaremos en un aparador o lo conseguiremos por debajo de la mesa. Pero es accesible a todos nosotros.
Un profesional en apoyo emocional sugiere tres fuentes de ayuda. Lo único que hace falta es usarlas. Son el apoyo a uno mismo, el apoyo del ambiente y el apoyo de nuestro sistema de creencias o nuestra filosofía.
El primero, el apoyo a uno mismo, es importante. No podemos tener valor para afligirnos o para encarar a ninguna crisis hasta que nos enfrentemos a nosotros mismos, Y esto significa honrar a nuestros sentimientos y necesidades. Aunque de ninguna manera desprecio el hacer cosas por los demás, hay legitimidad en hacer cosas para uno mismo.
Otra cosa que debemos estar dispuestos a aprovechar es el apoyo que hay en nuestro ambiente. Podemos obtener mucho de otras personas. Nuestros amigos, parientes, vecinos, colegas, médicos de familia, sicoterapeutas, clero, abogados, consejeros financieros, personas de negocios, todos pueden ayudarnos.
Además existen otros apoyos: cursos, cambio de profesión, trabajo voluntario, clubes, mascotas, viajes, arte, música, danza, grupos de duelo, deportes, meditación. No son un escape. Son ayudas que tenemos a nuestro alcance.
El tercero es nuestro sistema de creencias. Nuestra filosofía de vida afecta mucho la forma en que nos enfrentamos al dolor y a los problemas. El significado que le damos a la vida, al sufrimiento y a la muerte es fundamental. Vivir una vida con significado, cualquiera que sea, es más fácil que vivir sin nada.
Vive, ama, arriesga y disfruta de los frutos de la vida sin temor ni inhibiciones. Permitamos que la vida sea, para ti y para mí, un tiempo así, un tiempo para que adquiramos el valor de afligirnos.
En nuestra sociedad, con demasiada frecuencia, se nos enseña que la muerte es un tema que debe evitarse, ignorarse, incluso negarse. Sin importar cuál sea tu origen cultural o étnico, cada vez que permites que tus emociones salgan a la superficie, te sorprenderá notar el poco apoyo que recibirás para realmente desahogar tu pena o expresar tu dolor.
No obstante, debes permitirte lamentarte. Posponer la confrontación de tus sentimientos al llenar cada día con actividades sólo aumentará la reacción de la pena. Recuerda que cuando uno sufre una gran pérdida, expresar los sentimientos es una muestra de fuerza, no de debilidad.
No hay una forma correcta para experimentar la pérdida y ajustarse a una vida sin el que ha partido. Perder a la pareja, a un hijo, madre o padre, amiga o amigo, hermana o hermano, es perder una parte de ti. Por lo tanto es natural lamentarse por esta pérdida. Quizá sufras emociones de una intensidad inimaginable. Pero aunque estés en agonía, por más terrible que todo parezca ser, tu pena es sana y correcta. Y debes darte permiso para lamentarte.
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