¿Qué aprendí de esas cartas, llamadas telefónicas y encuentros personales con las personas a quienes mi libro conmovió?
Principalmente, que existe mucho más dolor en el mundo del que yo había imaginado. Como pastor de una congregación, creía tener noción del sufrimiento y la angustia que me rodeaban. En una semana cualquiera, un cierto número de mis parroquianos tenía que internarse en un hospital. Un cierto número acudía a mí para consultarme acerca de problemas con sus padres ancianos, matrimonios tambaleante s o hijos rebeldes. Dos o tres veces al mes, me llamaban para oficiar un funeral, por lo general la muerte tranquila de una persona anciana, pero ocasionalmente una pérdida más trágica. Suponía que el mundo era así: la mayoría de la gente proseguía con su vida normal mientras que, en un momento determinado, una minúscula porción de la humanidad tenía aflicciones y sufría.
La correspondencia que recibí me indicó lo contrario: supe de pérdidas dolorosas, enfermedades con secuelas serias, personas que habían sido perjudicadas por aquellos en quienes confiaban. Yo había partido de la suposición de que mi esposa y yo éramos la excepción porque, en un mundo lleno de gente normal, habíamos perdido un hijo. Aprendí que existían pocas personas “normales” en el mundo. Quizá no tengamos mucho en común con los Bush, Kennedy y Rockefeller pero, al igual que ellos, nosotros y la familia que vive en la vereda de enfrente o la gente que vive a la vuelta de la esquina, hemos perdido a un hijo. Y quienes no hayan sufrido esa tragedia probablemente han recibido otro tipo de heridas o las sufrirán si viven lo suficiente y se interesan por los demás.
Durante los últimos ocho años aprendí algo que quizá debí haber sabido pero no sabía: no solo existe mucho sufrimiento sino que, en su mayor parte, la religión organizada no cumple bien con su trabajo de aliviar ese dolor. En una carta tras otra, los lectores me contaban que su pastor o sus amigos religiosos tenían buenas intenciones pero les decían las cosas equivocadas que los hacían sentirse peor. ¿Por qué? Es posible que las expectativas de la gente fueran demasiado elevadas o irreales, que su pérdida hubiera dejado un vacío que no podía llenar ni siquiera el pastor más hábil. Si los amigos no podían devolverle la vida a una persona amada, ¿qué podían hacer para que una esposa, madre o hija se sintiera mejor? Pero creo que también existe otra razón. Es posible que el objeto de la mayoría de las respuestas religiosas no sea tanto aliviar el dolor de la persona sufriente sino defender y justificar a Dios, para persuadirnos de que lo malo es en realidad bueno, de que nuestra aparente desgracia sirve a los designios más grandes de Dios. Las frases tales como “con el tiempo, esto te convertirá en una persona mejor”, “debes estar agradecido por lo que tuviste”, o “Dios solo elige a las flores más bellas para Su jardín celestial”, aun cuando hayan sido dichas con las mejores intenciones, son interpretadas por el que sufre como si le estuvieran diciendo: “Deja de sentir lástima por ti mismo; existe una buena razón para esto”. Sin embargo, lo que más necesitan las personas que atraviesan por un momento doloroso es consuelo, no una explicación. Un abrazo cálido y un oído paciente curan más corazones que un sermón teológico.
Una de las cosas que hace que nos resulte difícil manejar nuestros propios problemas y ayudar los demás con los suyos es que nos cuesta mucho aceptar el dolor. Comprendemos que el dolor es una señal de que algo está mal y llegamos a la conclusión de que si pudiéramos eliminado -tomando pastillas, emborrachándonos o alejándonos de una relación problemática- podríamos corregir lo que está mal porque de ese modo ya no nos causaría dolor. He recibido docenas de cartas de mujeres que me contaban que cuando contrajeron una enfermedad grave o descubrieron que tenían un hijo discapacitado, sus esposos las abandonaron. La mayoría de las cartas expresaban desconcierto. “No lo puedo comprender. Yo creía que realmente me quería y quería a los niños.” Tengo la corazonada de que muchos de esos esposos no eran simplemente egoístas y duros. Amaban a su familia, tanto la amaban que les causaba dolor ver sufrir a sus seres queridos y no podían soportar ese dolor. Por lo tanto, como no podían ignorar el problema, lo “solucionaban” marchándose y así no tenían que enfrentado. Cuando doy conferencias acerca de ayudar a la gente a sobrellevar su pena, una de las cosas que digo es: “Habrá momentos en que las cosas estén tan destrozadas que estarán seguros de no poder hacer nada para enmendadas, pero siempre pueden hacer algo, aunque más no sea sentarse junto a alguien y ayudado a llorar, para que no tenga que llorar solo”.
Aprendí que todas las experiencias de pérdida y duelo están estructuradas del mismo modo; sólo difieren en intensidad. Experimentamos los mismos sentimientos cuando un amigo se muda a otra ciudad que cuando ese amigo muere, pero menos intensamente: pérdida, tristeza, ira contra la persona que nos deja, culpa por enojarnos con un buena amigo. Nadie tiene derecho a decirnos: “No te sientas mal, hay otros que están peor”. Cada corazón conoce su propio dolor, y sabe que tiene motivos para sufrir. Y nadie tiene derecho a colocarnos dentro de un cronograma y decirnos: “Ya pasaron seis meses, deberías haberlo superado”.
Pero lo principal es que aprendí algo acerca de la increíble resistencia del alma humana. He leído y oído testimonios de circunstancias que debieron soportar muchas personas y de las cuales muchos emergieron con su fe, su deseo de vida y su determinación intactas. He hablado con padres que permanecieron junto a la cama de su hijo moribundo, como lo hicimos mi esposa y yo, y respondieron: “Ojalá seamos merecedores del valor puro de este niño. Ojalá tengamos la fuerza y la sabiduría para vivir los años que él no vivió, para saborear la alegría de vivir que él no vivió para saborear”. La tragedia los hizo comprender que la enfermedad y la muerte son trágicas solamente porque la Vida es buena y santa.
He conocido gente cuya vida quedó destrozada por accidentes o crímenes violentos me maravillé ante su capacidad no sólo de sobrevivir Sino de esforzarse por vivir una vida llena de logros. He mantenido correspondencia con personas que sufrieron abusos siendo niños y llevaban muchos años tratando de superar la culpa y el dolor, uniendo las piezas de su vida para poder confiar, amar y reír nuevamente, dispuestas a hablar en público de sus historias angustiantes con la esperanza de ayudar a los demás. Y admiré el valor y la determinación de todos ellos, preguntándome dónde habrían encontrado la fuerza para hacer lo que estaban haciendo. No hay respuesta a menos que realmente exista un Dios que renueva nuestra fuerza cuando luchamos para lograr algo difícil.
Autor: HAROLD S. KUSHNER
Extracto del libro: “CUANDO LA GENTE BUENA SUFRE”
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