Esto de poner las cosas por escrito es algo que vengo haciendo desde mi primera adolescencia. Cuando tenía trece años me costó varios encontronazos con los cotillas de mis hermanos, que se reían de mis torpes intentos de escritura y muy especialmente de todo lo que sonara a sentimientos. Porque he de decir que me crié entre cuatro varones, y aunque al cabo del tiempo tuve una hermana, los años más fundamentales de mi infancia tuvieron lugar en ambientes muy poco dados a profundizar en lo emocional.
A mí escribir me sirve mucho. Me organiza las ideas, me hace parar a reflexionar matices, me ayuda a sentir y a la vez a decantar lo que me está pasando por dentro.
En muchas ocasiones en mi proceso de duelo he escrito y llorado a partes iguales. Y creo que parte de esa emoción se queda pegada en las palabras y me sirve de catarsis cuando las releo. Porque no es sólo verter lo sentido en determinados momentos, sino poder analizar y compararlo luego. Mis escritos me han permitido comprobar la evolución de mis altibajos, angustias, miedos, crisis y recuperaciones.
Este mes de de octubre capturando mi duelo he comprendido mejor dónde estoy. Desde el shock del asesinato de nuestro hijo, el dolor acerbo de su muerte injusta e inesperada, la ausencia penosísima de su compañía… sí, desde todo eso, he ido luchando por sobrevivir, primero; luego, por encontrarle algún sentido a esa existencia; ahora, por vivir discretamente una vida parecida a la normalidad.
Miro hacia atrás, releo lo escrito, y veo cuánto he avanzado. No es que me haya conformado, no es resignación, sino un intento de aprender a vivir con esa ausencia que hiere el alma pero de la que ningún otro ser amado es culpable. Mi marido y yo, en pareja, le echamos coraje entonces por su hermano y ahora continuamos en ese camino. Suficientemente duro es para él haber perdido a su compañero de infancia, haberse enfrentado a la muerte tan joven, sufrir también la metamorfosis de unos padres destrozados que nunca volverán a ser los mismos… No, se merece vivir. Y por él hemos hecho casi todo el esfuerzo.
Por él las primeras horas, días, meses. Más tarde también por nosotros mismos. Ya que tenemos que seguir existiendo, que sea una vida que merezca la pena. No en el sentido material, sino en lo que a nosotros nos resulta gratificante. Pequeñas cosas que endulzan el día a día a pesar de esa habitación, esa silla y esa cama vacías que tanto nos duelen…
Durante años escribía solo para mí. Desde que nos robaron a nuestro hijo querido he aprendido a compartir algunos de mis textos. Sé que no todos estarán de acuerdo con lo que cuento en ellos, pero es que tampoco pretendo sentar cátedra ni fijar jurisprudencia. Mis bitácoras son mis modestas opiniones, sin afán ni de polémica, ni de crear doctrina; sin acritud.
Agradezco a los que comentan sus valiosas aportaciones y su impagable compañía. Pido, finalmente disculpas a aquellos que se hayan sentido ofendidos en algún momento, haciendo constar que nunca lo he pretendido y sabiendo, a la vez, que ha debido de suceder, sucede y sucederá, porque cada uno de nosotros es diferente. La verdad es que cuando compartimos sitios como éste se nos supone un ánimo positivo y una buena disposición. Con ellos cierro el escrito de hoy.
Es una colaboración de: M.J.F.L.
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