Paradójicamente, algo tan extraordinario y valioso como es la vida interior, pierde importancia día a día.
Nos alejamos, dentro de esta sociedad cargada de estímulos, de actividades y de bienes, de nosotros mismos al olvidar o evitar buscar en nuestro interior aquello que trasciende lo material, lo superficial y rutinario.
Vivimos luchando constantemente por objetivos externos, no obstante, algo más difícil y más valioso se nos pasa por alto, conquistar la paz interior, la serenidad, en último término, la sabiduría.
En occidente prima el desarrollo de la inteligencia y de la adquisición de conocimientos, del prestigio, de la fama y del poder, sin embargo, el valor que se le otorga al desarrollo espiritual es prácticamente nulo, siendo éste un pilar básico dentro de la formación personal.
En palabras de Raimon Panikkar, “no podemos negar que precisamente aquellos pueblos que se autodenominan “desarrollados” son, en su mayoría, espiritualmente subdesarrollados y sufren una atrofia cultural de este tercer órgano (la parte espiritual del ser humano)”.
Esta sociedad tecnócrata, científica y materialmente desarrollada, en donde la calidad de vida física se ha incrementado más que sensiblemente, olvida que todo este bienestar sirve de poco cuando no va acompañado de una transformación personal, un desarrollo espiritual.
Egoísmo e individualismo, dos valores (en crecimiento) que forman parte de la idiosincrasia social, no obstante, los momentos de mayor infelicidad suelen ser los de mayor egoísmo. Buscamos la felicidad en el exterior, en el consumo, en el ocio, y no nos damos cuenta que se encuentra en nosotros.
Ésta (la felicidad), es consecuencia, entre otras cosas, del esfuerzo y de la satisfacción personal resultante de nuestros logros y progresos. La felicidad no se compra, no se presta, no se regala, sólo se crea.
Unos minutos de silencio, de sosiego, de diálogo interior son necesarios cada día para no alejarnos de nosotros mismos; para no temer a la soledad, al vacío que genera interiormente esta sociedad materialista, superficial y de consumo.
Reflexionar sobre la impermanencia de lo que nos rodea, sobre nuestra propia finitud, sobre la muerte. El miedo a ella no nos aleja de la muerte, nos aleja, en cambio, de la propia vida. El desarrollo de una cosmovisión (nuestra relación con el Universo), puede ayudarnos a relativizar preocupaciones y ansiedades innecesarias.
Tomar conciencia de nuestras propias limitaciones (y aceptarlas), así como de las similitudes y diferencias que nos unen y separan de nuestros semejantes (los humanos), nos lleva a una mayor comprensión y tolerancia por nuestra parte.
Tomar conciencia de lo que somos, de lo que hacemos y de lo que podemos llegar a hacer, constituye un paso básico en la vida interior de cada uno. No pocas veces pretendemos dar sentido a lo vivido, en vez de a lo que queremos vivir.
En otras palabras, no se orienta la vida hacia donde se desea, sino que se intenta encontrarle sentido una vez transcurrida. Buda dijo en una ocasión: “los carpinteros dan forma a la madera; los flecheros dan forma a las flechas; los sabios se dan forma a sí mismos”.
La vida interior nos permite, al igual que un bastón cuando cojeamos, mantenernos en pie en nuestro camino ante las dificultades, los obstáculos y adversidades que todos, sin excepción, vivimos y sufrimos. La vida interior no se nutre exclusivamente de lo intelectual y sensorial, según Panikkar, un tercer órgano, complementario y dependiente de los dos anteriores, nos abre las puertas a una tercera dimensión de la realidad, la mística, la espiritualidad.
Como principiante en estos temas, creo que sería bueno estimular, sobre todo a la juventud, en el debate y la reflexión para combatir la pereza y el acomodamiento intelectual de nuestros días. Estas realidades forman parte de nuestra existencia, de nuestra vida, y obviarlas, es alejarnos de ella.
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