Al morir un hijo u otro ser inmensamente querido, nuestra realidad se rompe y hay que aprender a re-nombrarlo todo. El proceso es desgarrador, inmensamente doloroso, pero también inmensamente interesante porque nos permite re-inventarnos. De hecho, no tenemos otra salida o nos quedamos muertos en vida o nos ponemos en marcha con la confianza plena en renacer.
Cuando la vida nos va más o menos bien cualquier cosa nos sirve para seguir tirando, pero cuando nos pone entre la espada y la pared, cuando tenemos fuego en casa, no sirven las medias tintas y ahora, que lo externo es tan incierto, menos que nunca. No importa cuántas veces nos hundamos, lo esencial es tener la convicción de que volveremos a salir a flote. ¿Pero cómo lograrlo? No existe una fórmula única ni una varita mágica.
El camino es largo, personal e intransferible y pasa por dejarnos atravesar por cada uno de nuestras emociones y miedos. Si los ignoramos se hacen más grandes. Hay que mirarlos de cara y reconocerlos. Eso asusta mucho porque por la herida que ha abierto en nuestro interior el duelo intentan salir todas las pérdidas, temores y sinsabores, pequeños y grandes, que hemos ido acumulando desde que nacimos o tal vez antes.
Yo no me atreví a enfrentarme con todo esto sola y pedí ayuda no solo a varios psicoterapeutas, también recurrí a Dios, a mis Guías, al Universo, a mi parte sabia, a mis Ángeles de la Guarda, da igual el nombre, lo cierto es que cualquier ayuda es poca y funciona. Pero sobre todo, recurrí al Amor, al pensamiento positivo. Yo no me podía permitir quedarme demasiado tiempo seguido viviendo en la oscuridad, la rabia, el miedo, la culpa o el resentimiento. Todo eso quita un montón de energía y a las madres que se nos ha muerto un hijo nos queda muy poquita, no podemos desperdiciarla. La única forma de incrementarla es viendo la parte buena de cualquier situación, porque el pensamiento es creativo –lo que pensamos hoy acaba creando nuestro realidad de mañana–, lo dicen los físicos cuánticos y lo sabemos todos los que tomamos conciencia de ello y lo ponemos en práctica.
Cada día tenemos la libertad de elegir quedarnos con la única cosa buena que nos ha pasado o sucumbir al desespero de todo lo malo. No siempre se consigue pero a fuerza de intentarlo la práctica va cuajando y es posible adquirir el hábito. Dicen los entendidos – Patrick Drouot , doctor en ciencias físicas y muchos otros– que no solo lo que pensamos acaba creando nuestra realidad, sino que es el corazón ¬–es decir, lo que sentimos- quien manda sobre el cerebro, los pensamientos. Cuantas más hormonas de bienestar –endorfinas- seamos capaces de crear, mejor nos sentiremos y, si nos sentimos mejor, crearemos automáticamente más pensamientos positivos y, por tanto, más bienestar. Es un pez que se muerde la cola, como también lo es, en el lado opuesto, el sufrimiento.
La parte buena del duelo es que, de forma práctica, nos muestra la fuerza inmensa del amor y también de la paciencia y el perdón. Yo soy una persona de por sí inquieta y la poca paciencia que tengo la he aprendido tras la muerte de mi hijo Ignasi. Hay que tener mucha paciencia con una misma cuando el dolor es tan punzante que resulta una heroicidad levantarse de la cama. La paciencia se revela de muchísima utilidad para atravesar el duelo y para mi es un destello de luz al que intento recurrir siempre que me desespero. De la mano de la paciencia entendemos que todo pasa, lo bueno y lo malo. La paciencia es dulce, nos abraza, la impaciencia es un callejón que desemboca en la ansiedad, el estrés y nos paraliza.
El perdón, cuando lo otorgamos a los demás y, sobre todo a nosotros mismos, es un don que nos devuelve la calma y la serenidad. Mientras nos resistimos a perdonar o a perdonarnos estamos atrapados en el resentimiento o la culpa y, poco a poco, el corazón se va apagando y nos convertimos en seres resentidos y amargados. De ahí a perder la salud no va ni un paso. En cambio, perdonar libera, deja espacio a emociones sanadoras como la alegría, el servicio, la solidaridad, el sentido del humor, la tolerancia…
Otra muleta impagable, otro destello de luz para atravesar el duelo y reinventarse es la gratitud. Agradezco infinitamente al Universo haber tenido la suerte de disfrutar de mi hijo Ignasi durante 15 maravillosos años. Y, como ahora sé, que de un día o un segundo para otro las personas que yo quiero o yo misma podemos dejar de existir, celebro mucho más que antes poder estar juntas. Cuando agradecemos lo que tenemos nos sentimos bien y afortunados.
Tengamos lo que tengamos, si lo agradecemos, se convierte en un tesoro. Incluso a veces, una enfermedad o un revés en la vida pueden ser una bendición porque a través de ellos el alma nos da la oportunidad de transformar algo en apariencia malo en conocimiento y amor.
La travesía del duelo también es buena para crear fortaleza interior. Después del golpe caen todas las máscaras y nos quedamos desnudos. Este es un buen punto de partida para dejar de ser gigantes de barro.
Las apariencias, el dinero, la posición social pueden ayudar en algo, pero en realidad de poco o nada sirven ante la muerte. Cuando nos encontramos frente a ella solo nuestra riqueza interior, el amor que somos capaces de dar y recibir nos reconforta.
Y el reinventarnos pasa por eso, por dejar de lado la falsedad. Podemos ser ‘pequeños’ pero auténticos. Se trata de ir creciendo, cada uno a su ritmo, sin prisas, pero sobre los cimientos de la única base segura y cierta: la fortaleza interior. Para conseguir ese tesoro, ese temple, es preciso caer miles de veces, dar un paso adelante y quizá tres para atrás… La única condición es no dar como bueno lo que no contenga amor.
Cuando uno se da cuenta que se ha levantado tantas veces como ha caído, le da menos miedo amar más la vida. Eso no garantiza que no vayamos a sentir nuevamente dolor, pero cuando llegue al menos sabremos un poco más cómo afrontarlo.
Al inicio de un gran duelo, como es el de la muerte de un hijo, reina la confusión, el dolor, la tristeza, el miedo, la incertidumbre… Durante la travesía de ese inmenso desierto hay que ir despojándose de creencias antiguas hasta vislumbrar que nuestra vida vuelve a tener sentido. Si uno tiene un porqué es más fácil saber el cómo –dice Vicktor Frankel–
Al principio mi porqué era enseñarle con el ejemplo a mi hijo Jaume que era posible volver a levantarse después de un golpe duro. Luego he ido entendiendo que el sentido de mi vida es aprender a vivirla con amor, pase lo que pase y me hace muy feliz haber constatado que el amor perdura más allá de la muerte.
Somos seres espirituales que venimos aquí a experimentar. La muerte es un nacimiento a otra dimensión. Cuando nacemos aquí nos esperan nuestros padres, al morir nos acogen nuestros maestros y seres queridos y seguimos manteniendo eternamente los lazos de amor. La energía no se crea ni se destruye, el amor que somos capaces de sentir, tampoco.
Nota: Es una colaboración de A.M.C., pero falta la ultima página, por lo que no sé si es la autora del artículo o esta publicado en algún sitio.
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