Hay épocas y momentos en que nuestras almas se afinan para la melodía más profunda y sincera que nuestros corazones pueden crear. Tiempos en los que el recuerdo se hace presente con mayor intensidad; las imágenes van sucediéndose velozmente, el corazón aprieta y la lágrima descontrolada cae por la mejilla en una expresión de dolor, resignación y recuerdo.
Cuando nos toca vivir esas épocas del año, o esos momentos, es el espacio de nuestro silencio. El tiempo de sueños interrumpidos. Son los recuerdos que se reavivan dentro de cada uno de nosotros.
Quisiera ilustrar mi idea con una historia:
Alguna vez existió un rey que tenía un hijo. El príncipe era la alegría de su vida y la realización de sus más queridos sueños. Juntos pescaban en los grandes ríos que atravesaban los valles del reino, montaban a caballo por las florestas o escalaban montañas. Sentían el deleite de la compañía mutua. Repartían sus alegrías y sueños y reían en la expectativa y en la esperanza del mañana.
El joven tenía un tutor, un profesor, que diariamente lo educaba. El joven aprendía música y artes. El laúd y la lira, el pincel y la pluma estaban siempre en sus manos. Y su mente se desarrollaba maravillosamente.
El profesor percibió sus cualidades y le abrió el mundo de la ciencia y de los números, el conocimiento de las estrellas y los misterios más profundos de la vida. Ambos se sentían inflamados, profundamente envueltos en el estudio de la filosofía y de la metafísica. Compartían el tiempo, extrayendo uno del otro la poesía latente en sus corazones y en su alma.
El joven crecía vigoroso y alerta, enriqueciendo la vida de su padre y llenando la vida de su tutor de alegría. Se aproximó la hora en que debía casarse. La joven elegida era maravillosa y todos estaban radiantes. El rey salió a su reserva junto a los ríos del valle y eligió las mejores maderas de robles y cipreses, y los mejores pedazos de juncos. Después se dirigió al patio del palacio. Y con el corazón repleto de dicha comenzó a construir, con sus propias manos y de acuerdo a un diseño creado por el profesor, un bellísimo y magnífico palio nupcial para el casamiento. El palio nupcial fue terminado y decorado con flores y bañado por la luz del sol; quedó aguardando el día de la boda.
Pero jamás llegó. El joven nunca se despertó de su sueño. No importa por qué. Solamente importa saber que falleció durante los preparativos. El rey y el profesor estaban ciegos de dolor. Gritaban, insultaban, golpeaban sus pechos y sacudían sus puños en dirección al cielo. Hasta los ángeles notaron su sufrimiento.
El rey no podía ser consolado. Con un pequeño machete fue al patio y comenzó a destruir el palio nupcial. Cada pedazo era martillado y resquebrajado hasta que los fuertes robles y cipreses se transformaron en lascas.
El profesor observaba, triste, si bien calmo, el dolor del rey. Silenciosamente se inclinó, tomó un pedazo de junco y con un pequeño cuchillo empezó a tallar un instrumento musical. Y así, sentado en un rincón del soleado patio, comenzó a tocar una dulce y melancólica melodía.
Podemos aprender de este relato una lección importante. El joven de nuestra historia es cualquier persona que amamos intensamente, el ser querido que perdemos, aquel con quien vivimos un amor único. Puede ser un padre, una madre, un hijo, una hija, un marido o esposa, un hermano, un amigo. Aquella persona de nuestros sueños y que fue fuente de luz y amor en nuestras vidas.
El palio nupcial representa los sueños que compartimos con quienes amamos y todos los planes, todas las alegrías anticipadas para las cuales nos preparamos; nuestras esperanzas, expectativas, nuestros años futuros viviendo juntos. Es nuestra fantasía de una felicidad planeada y total.
¿Y el rey? El es cada uno de nosotros. Lleno de amor, feliz en dar y realizar, compartir, repartir amor, preocupaciones y la propia vida. El eres tú que murmura: cómo es triste mirar solo todo lo que era de nosotros dos. El rey es cada uno de nosotros, incapaz de encontrar un equilibrio cuando pierde el amor. No importa el motivo de la pérdida: enfermedad, accidente o por causas naturales.
Cuando la muerte nos lastima, el rey que llevamos dentro no puede ser aliviado ni calmado ni controlado. Nuestras lágrimas nos ciegan. Nos enclaustramos en nuestros patios particulares y en la rabia, destruimos tanto el presente como el pasado. Y surgen aquellas preguntas que queman: ¿será que no di lo suficiente? ¿Acaso fui egoísta? Y, como el rey, rompemos nuestros sueños del mañana.
¿Y el profesor? Él también es una parte nuestra. Muchas veces poco visible, escondida. Él es nuestro contacto con la realidad, nuestro conocimiento de que la vida es así. De que amar, soñar, alcanzar el cielo. Cuando el palio nupcial se cae, el profesor es también la fuerza que nos une a nuestro destino espiritual, y que silenciosamente nos mantiene. Reconstruye, nos dice.
Cálmate. La vida es para reconstruir, para conformarnos y recordarnos. Y también para continuar soñando y amando.
Y se dice que los propios ángeles lloran de alegría cuando ven que cada uno de nosotros toma una lasca de nuestros sueños destruidos y con ella toca una canción, una melodía. La melodía que une nuestro ayer a nuestro mañana.
Hay épocas del año en que los recuerdos de aquel palio nupcial truncado aparecen con mayor intensidad; momentos en que nos detenemos y sentimos la tristeza de mirar solos aquello que era nuestro. Quiero decirles que esas épocas y esos momentos deben recordarnos también que debemos permitir que la melodía regrese suave y dulcemente para ayudar a calmarnos y curarnos, para que tomemos conocimiento de que la muerte da urgencia a la vida.
Son el tiempo para mirar nuestras propias manos, manos que necesitan agarrar los juncos destruidos y con ellos crear un instrumento que nos permita, a través de una melodía, expresar la fuerza de vivir el mañana con nuevos sueño.
A propósito de esta imagen, quiero compartir con ustedes mi experiencia: pocos días después de la muerte de mi padre, cuando el rey dentro de mí estaba ciego, triste, vi por la ventana de mi casa que una de mis hijas estaba sentada en el jardín. Fui hasta allí y cuando nos miramos comprendimos lo que ambos estábamos sintiendo. Sin hablar, nos dimos las manos y continuamos mirándonos mientras las lágrimas brotaban de nuestros ojos. Y continuamos apretando las manos, en silencio. No sé si fue un minuto, una hora, una eternidad.
Y en ese momento comprendí mejor a aquel rey del relato. Nuestras manos estaban juntas, nuestras manos aseguraban nuevos sueños para un nuevo palio nupcial, nuestras manos trabajaban un futuro y también rezaban, tal vez la oración más pura y significativa que alguna vez recé. El recuerdo de mis padres era, en las manos de mi hija, el desafío para los juncos destruidos y para crear una nueva melodía.
Nunca estamos solos. Tenemos la fuerza para transformar la tragedia en una nueva fuerza que nos ennoblecerá. Esta mano mía, esta mano tuya, estas manos que nuestros seres queridos aferran, como un fuerte y silencioso abrazo al pasado, tienen que inspirarnos a componer nuevas melodías.
Se trata de unas manos que deberían ser extendidas en un gesto de promesa y que, a pesar de la tristeza, de la melancolía en nuestros corazones, harán que nuestra confianza se fortalezca y consuele.
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