En el trabajo con las personas que han sufrido algún tipo de pérdida, en particular a causa de la muerte de un ser querido, es muy frecuente escuchar la palabra aceptar o aceptación, en forma de juicio o sentencia y de forma muy categórica, ¡es que lo tienes que aceptar!, condicionando la recuperación de la pérdida a ésta, o, al menos, forzando al deudo a dar este paso como el primero y más importante, sin el cual la mencionada recuperación no podría darse.
Tradicionalmente, las tareas del duelo de Worden (Worden, J.W. “Grief counseling and grief therapy: A handbook for the mental health practitioner”, 4th edition, New York, Springer, 2008) han sido consideradas como referenciales. La primera de estas, la aceptación de la pérdida, comprende el afrontar plenamente la realidad de que la persona está muerta, que se ha marchado y no volverá, venciendo la sensación de que no es verdad y que el reencuentro es posible en esta vida. Lo opuesto a aceptar la realidad de la pérdida es no creer mediante algún tipo de negación: se puede negar la realidad de la pérdida, su significado, o se puede negar que la muerte sea irreversible. Aunque completar esta tarea plenamente lleva tiempo, los rituales tradicionales como el funeral ayudan a muchas personas a encaminarse hacia la aceptación (una de las variadas funciones de los muy importantes rituales funerarios).
No obstante, la situación de aceptar o no aceptar no parece tan fácil ni es desde luego inmediata. Aceptación viene del latín acceptatĭo, -ōnis, como acción y efecto de aceptar, aprobación, aplauso, y Aceptar, del latín acceptāre, como el acto de recibir voluntariamente o sin oposición lo que se da, ofrece o encarga; aprobar, dar por bueno, acceder a algo; recibir o dar entrada; asumir resignadamente un sacrificio, molestia o privación.
En la mayoría de las circunstancias, la muerte de un ser querido no es un suceso de aprobación o aplauso, ni un hecho que se reciba voluntariamente o sin oposición, ni se aprueba o da por bueno; asumir resignadamente la muerte como un sacrificio, molestia o privación, en nada consuela al doliente y no favorece la recuperación pues lleva implícita la represión de las emociones, algo tan trascendental en el trabajo del duelo.
La experiencia del trabajo diario con seres humanos en duelo, ya sea en el contexto individual o grupal, nos permite apreciar al menos dos tipos de aceptación, partiendo desde el principio de que la aceptación de la muerte no es un fenómeno en singular sino en plural, es decir, son muchas y muy variadas las cosas que se han de aceptar:
1. Aceptación intelectual: es inmediata, cerebral, racional, y proviene de lo observado, de lo sensorial: se da al conocer la noticia de fuente confiable, sea porque ha sido escuchado (en palabras del médico, del paramédico, del policía, del bombero, hasta del transeúnte) o porque ha sido visto (homicidio o accidente en el que la persona es testigo directo, o porque se ha encontrado el cuerpo tras un suicidio). Desde luego, la negación de la realidad puede darse de forma igualmente inmediata en variados momentos y de forma característicamente recurrente.
2. Aceptación emocional: es más tardía, del corazón (emocional), proviene desde el mismo interior del sujeto (“la razón se lo trasmite”), es adaptativa, fraccionada y plural: se debe aceptar el no poderle abrazar, besar, caminar con él/ella, conversar, estar a su lado, sentirle, verle, etc. Indiscutiblemente no puede darse de forma global (aceptar todo de una vez) y se corresponde de forma proporcional a la longitud del proceso de recuperación.
La palabra aceptación parece una palabra agradable y fácil de alcanzar, de asumir, se aprueba e incluso se recibe con aplauso, como una lotería, un premio, un regalo. Ciertamente se recibe un aumento en el salario voluntariamente y sin oposición, se aprueba (cualesquiera que sea el balance económico en ese momento), se da por algo muy bueno, se le da acceso y se asume resignadamente (y aún sin ésta). La muerte de un ser querido parece ser otra cosa, otro mundo, un aspecto totalmente diferente.
Muchas personas en duelo se esfuerzan enormemente por aceptar la muerte de sus seres queridos, llegando incluso a pensar que ese es el trabajo más importante del duelo, y frecuentemente se sienten frustrados repetidamente y muy tristes al ver que no lo logran como “otros” pretenden que así sea (¿será que no lo estoy haciendo bien pues no siento que lo acepto como debe o debería ser?). ¿Será entonces apropiado el continuar utilizando tan frustrante terminología? ¿Cuántos de nuestros profesionales no entrenados en duelo insisten y prácticamente obligan a sus pacientes en duelo a aceptar lo inaceptable?
Tal vez deberíamos hablar más bien de renunciar al retorno (de lo perdido): abandonar la lucha, cesar de buscar, desistir, rehusar continuar, abstenerse, claudicar en la lucha, declinar la espera, desentenderse de la lucha, desistir en ésta, despojarse o desprenderse de las uniones de apego con el difunto, dimitir en la lucha, prescindir de éste, privarse definitivamente de su presencia o sucumbir a la tarea; o, tal vez, dejar ir: soltarle, ceder en la lucha, privarse de éste.
Renunciar al retorno de lo perdido –en lugar de hablar de aceptación - parece más apropiado cuando pensamos en las tareas del duelo, cuando pensamos en los pacientes sometidos a un trabajo tan exigente como es la recuperación tras la pérdida de un ser querido; además, no parece ser tan frustrante ni obligada: renunciar o dejar ir son palabras menos estresantes, menos exigentes y más complacientes si se quiere. De igual forma que la aceptación, el renunciar es también un proceso lento y adaptativo, si bien, no tan obligado como puede ser la aceptación.
Desde mi experiencia, he visto que mis pacientes encuentran menos frustrante, acertada y cercana a su realidad la palabra “renunciar” que la palabra “aceptar”, en particular cuando hablamos de la aceptación emocional, aquella que es más tardía que la intelectual. Así, hablaremos de aceptación para limitarnos a la intelectual, y de renuncia cuando hablemos de la emocional.
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