EVIDENTEMENTE SABEMOS QUE LA EXPERIENCIA DE LOS DEMÁS NO SIRVE COMO EXPERIENCIA PROPIA, PERO SI COMO REFERENCIA, COMPARTIR NUESTRAS EMOCIONES CON LOS DEMÁS SIEMPRE NOS APORTA ALGO NUEVO QUE SE DA EN AMBAS DIRECCIONES.
POR ESO COMPARTIR NUESTRO DOLOR Y VERBALIZARLO, ADEMÁS DE SERVIR COMO TERAPIA, DA A QUIENES NOS ESCUCHAN O LEEN, LA OPORTUNIDAD DE ADQUIRIR NUEVAS IDEAS Y FORMAS DE AFRONTAR LA PERDIDA DE SERES QUERIDOS.
Por eso hoy comparto con vosotros, las frases escogidas de dos novelas en las que la autora escribe sobre la muerte de su hija. A mí me siguen emocionado.
SU AUTORA: ISABEL ALLENDE
NOVELA: PAULA
“Y entonces pensé que desde siglos inmemoriales las mujeres han perdido hijos, es el dolor más antiguo e inevitable de la humanidad. No soy la única, casi todas las madres pasan por esta prueba, se les rompe el corazón pero siguen viviendo porque deben proteger y amar a los que les quedan. Sólo un grupo de mujeres privilegiadas en épocas muy recientes y en países avanzados donde la salud está al alcance de quienes pueden pagarla, confía en que todos sus hijos llegarán a la edad adulta. La muerte siempre está acechando.” Pg 382
Si escribo algo, temo que suceda, si amo demasiado a alguien temo perderlo; sin embargo no puedo dejar de escribir ni de amar… Pg 405
“Mi vida está hecha de contrastes, he aprendido a ver los dos lados de la moneda. En los momentos de más éxito no pierdo de vista que otros de gran dolor me aguardan en el camino, y cuando estoy sumida en la desgracia espero el sol que saldrá más adelante. Pg 409
NOVELA: LA SUMA DE LOS DÍAS
En la segunda semana de diciembre de 1992, apenas cesó la lluvia, fuimos en familia a esparcir tus cenizas… pág. 19-20
“En una sesión el terapeuta el té verde trató de hipnotizarme. No lo logró, pero al menos me relajé y pude ver dentro de mi corazón un trozo enorme de granito negro. Supe entonces que mi tarea sería librarme de eso; tendría que picarlo en pedacitos, poco a poco.
(…)
Meditaba y me evadía a otras dimensiones. Te buscaba, hija. Pensaba en tu alma, atrapada en un cuerpo inmóvil durante aquel largo año de 1992. A veces sentía una gran garra en la garganta y apenas podía aspirar aire, o me agobiaba el peso de un saco de arena en el pecho y me sentía enterrada en un hoyo, pero pronto me acordaba de dirigir la respiración al sitio del dolor, con calma, como se supone que se debe hacer durante el parto, y de inmediato disminuía la angustia. Entonces visualizaba una escalera que me permitía salir del hoyo y salir a la claridad del día, al cielo abierto.
El miedo es inevitable, debo aceptarlo, pero no puedo permitir que me paralice. Una vez dije -o escribí en alguna parte- que después de tu muerte ya no tengo miedo a nada, pero eso no es verdad, Paula. Temo perder o ver sufrir a las personas que amo, temo el deterioro de la vejez, temo la creciente pobreza, violencia y corrupción en el mundo.
En estos años sin ti he aprendido a manejar la tristeza, a hacerla mi aliada. Poco a poco tu ausencia y otras pérdidas de mi vida se van convirtiendo en una dulce nostalgia.
Eso es lo que pretendo en mi tambaleante práctica espiritual: deshacerme de los sentimientos negativos que impiden caminar con soltura. Quiero transformar la rabia en energía creativa y la culpa en una burlona aceptación de mis faltas; quiero barrer hacia fuera la arrogancia y la vanidad. No me hago ilusiones, nunca alcanzaré el desprendimiento absoluto, la auténtica compasión o el estado de éxtasis de los iluminados, parece que no tengo huesos de santa, pero puedo aspirar a las migas: menos ataduras, algo de cariño hacia los demás, la alegría de una conciencia limpia. Pag. 120-121
Con Willie decidimos que era hora de tomar vacaciones. Estábamos cansados y yo no lograba sacudirme el duelo, aunque ya habían pasado más de dos años de tu muerte y casi un año desde la desaparición de Jennifer. Aún no sabía que la tristeza nunca se va del todo, se queda bajo la piel; sin ella no sería yo y no podría reconocerme en el espejo.
Poca gente sospechaba mi estado de ánimo, porque mantenía la actividad de siempre, pero llevaba un gemido en el alma. Le tomé gusto a la soledad, sólo quería estar con mi familia, me molestaba la gente, los amigos se redujeron a tres o cuatro. Estaba gastada. Pág 142-143
Incluso alcancé a consultar con el contador y un par de abogados, quienes me agobiaron con reglamentos, leyes y cifras.”¡Si pudiera llamar a Paula para pedirle consejo!”, exclamé en voz alta. En ese momento llegó el correo y entre la correspondencia había un sobre para mí, escrito con una letra tan parecida a la mía que lo abrí de inmediato. La carta contenía pocas líneas escritas con lápiz en papel de cuaderno:
”De ahora en adelante no trataré de resolver los problemas de los demás antes de que me pidan ayuda. No voy a echarme a la espalda responsabilidades que no me corresponden. No voy a sobreproteger a Nico y mis nietos”
Estaba firmado por mí y fechado siete meses antes. Entonces me acordé de que había ido a la escuela de los nietos para “el día de los abuelos” y la maestra había pedido a todos los presentes que escribieran una resolución o un deseo y lo pusieran en un sobre con su dirección, para que ella lo enviara por correo más adelante. No hay nada extraño en eso. Lo extraño es que llegara justamente en el momento en que yo clamaba por recibir tu consejo. Suceden demasiadas cosas inexplicables. Pág. 166
Los años transcurren sigilosos, de puntillas, burlándose en susurros, y de pronto nos asustan en el espejo, nos golpean a mansalva las rodillas o nos clavan una daga en la espalda. La vejez nos ataca día a día, pero parece que se pone en evidencia al cumplirse cada década. Existe una fotografía mía a los cuarenta y nueve años, presentando “El plan infinito” en España; es una mujer joven, las manos en la caderas, desafiante, con un chal rojo sobre los hombros, las unas pintadas y unos largos zarcillos (…)
Otra foto mía, un año más tarde, muestra a una mujer madura, el pelo corto, los ojos tristes, la ropa oscura, sin adornos. Me pesaba el cuerpo, me miraba en el espejo y no me reconocía.
Así será en el futuro, sólo que en vez de notarlo en cada década, será cada año bisiesto, como dice mi madre. Ella va veinte años más adelante que yo, abriéndome el camino, mostrándome cómo seré en cada etapa de mi vida.
Me repite que me cuide, que me quiera, que saboree las horas, porque se van muy rápido, que no deje de escribir, para mantener la mente activa, y que haga yoga para poder agacharme y ponerme yo sola los zapatos.
Agrega que no me esmere en conservar una apariencia joven, porque los años se me notarán de todos modos, por mucho que trate de disimularlos, y no hay nada tan ridículo como una vieja con ínfulas de lolita. No hay trucos mágicos que eviten el deterioro, sólo se puede posponer un poco. Pág. 183-184
La abuela Hilda, que siempre fue una mujer pequeña y delgada, en las semana siguientes se convirtió en un duende minúsculo y rejón, tan liviano que la brisa de la ventana la hacía levitar. Sus últimas palabras fueron:
“Pásenme la cartera, porque Paula me vino a buscar y no quiero hacerla esperar”
Unos días más tarde regresé a California con un puñado de cenizas de la Abuela Hilda en una cajita, para esparcirla en tu bosque, porque ella quería estar en tu compañía. Pág 344
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