MORIR EN EL HOGAR.
Hasta hace unas décadas las personas morían por lo general en su casa. La propia vivienda era el lugar donde los niños nacían, donde se curaba a las personas si caían enfermas y donde la mayoría de las veces también morían.
Hoy en día las cosas han cambiado. Y así como hemos desplazado el nacimiento a la clínica, también el hospital se ha convertido en el lugar normal de la defunción. Además, hemos perdido la familiaridad con la agonía y con la muerte, que era un hecho propio de todas las sociedades hasta hace unas cuantas décadas.
Apenas queda hoy alguna persona que siga estando familiarizada con los gestos de cerrar los ojos al difunto, con lavar y vestir un cadáver o con las formas tradicionales del acompañamiento del difunto. Todas estas funciones se han delegado en especialistas, en personal asistencial, en empresas funerarias y en los sacerdotes o pastores religiosos. Por todo ello, la muerte se nos ha hecho mucho más extraña y, tal vez, más angustiosa que antes.
A pesar de lo que normalmente sucede, siempre que sea humanamente posible, es mejor asistir en casa a las personas incurables y permitirles que mueran allí. En su hogar el enfermo no vive ni la separación de su familia ni de las personas cercanas. Allí tampoco se ve importunado por la asistencia de un personal sanitario extraño que cambia continuamente. En su casa el enfermo continúa estando en su hogar, y conserva la libertad de levantarse, ducharse, vestirse, dormir y comer cuando él quiere. Y precisamente en el entorno familiar a las personas ancianas les resulta por lo general más fácil orientarse y mantenerse espiritual y psíquicamente sanas.
También para los parientes y amigos que cuidan de un enfermo de muerte tiene sus ventajas esta situación. La asistencia directa y cotidiana al enfermo ayuda a evitar sentimientos de culpabilidad y fantasías torturantes que a veces repercuten profundamente una vez que el enfermo ha muerto. Hay muchas personas que se sienten felices de cuidar amorosamente a alguien querido y de hacerle lo más agradable posible el último período de su existencia, aunque se trate de un trabajo fatigoso y a menudo también desagradable. En casa hay mucho más tiempo y espacio para enfrentarse con la muerte y para expresar los sentimientos de dolor, cólera y amor. Además, la intimidad del hogar hace posible dar una forma personal al momento de la muerte y preparar su llegada definitiva con mucho más tiempo y sosiego de lo que suele ser posible en el hospital.
Existen, pues, muchos motivos para cuidar a una persona incurable en el entorno que le es familiar y para posibilitarle la muerte en casa.
Pero hay que decir claramente que en muchos casos esto ni es posible ni tiene sentido. El posibilitar la muerte en casa a la pareja, a un hijo o a un amigo supone tomar una serie de decisiones personales y requiere tenerlo todo muy claro, incluido también lo que se refiere a las cuestiones prácticas. En ningún caso basta simplemente con la buena voluntad y no siempre se puede asegurar que la situación en casa sea para el moribundo mejor y más agradable que el permanecer en el hospital.
A veces, la decisión es muy fácil. Cuando el enfermo de muerte dice: "Me gustaría volver a casa, para morir allí" y están de acuerdo los familiares o amigos que pueden asumir su atención y cuidado, cuando el médico de cabecera acepta esa decisión y les asegura su apoyo, cuando la vivienda ofrece espacio suficiente; en tal caso no hay realmente nada en contra de que el enfermo sea atendido en casa y muera allí donde ha vivido: en su hogar.
Pero la mayoría de las veces la decisión no es tan fácil ni resulta tan clara. La experiencia nos muestra que el enfermo incurable muere en su hogar sobre todo cuando es un hombre, mientras que las mujeres están destinadas con mucha más frecuencia a morir en el hospital.
Esto se debe al hecho de que la carga principal del cuidado doméstico suele recaer sobre las mujeres. Son las esposas, las madres y las hijas quienes al final han de cuidar del enfermo.
REQUISITOS.
Hay algunos requisitos que son imprescindibles para que a un moribundo se le pueda atender en casa. Un primer requisito es que el moribundo sepa que en un tiempo previsible morirá de una enfermedad incurable, y tenga el deseo de morir en su casa.
Únicamente el conocimiento compartido de que la muerte será inminente, de que no es necesario ningún engaño, hace posible que todos los afectados por esta situación renuncien a las medidas que tal vez podrían alargar todavía la vida y que sólo pueden aplicarse en la clínica. Porque la decisión de morir en casa significa también que hay que llevar a cabo un tratamiento y una asistencia menores, y que ya no existe la intención de curar una enfermedad por todos los medios posibles.
La decisión consciente es de capital importancia para aquellas personas que asuman ahora el cuidado del enfermo de muerte. Normalmente no tienen una formación profesional para cuidar enfermos gravísimos y, además, les faltan la experiencia y las normas de conducta necesarias para tratar apropiadamente a los moribundos. Esto crea una gran inseguridad. En efecto, podría muy bien ocurrir que alguna de las medidas que se toman o se postergan
acelerasen la muerte del enfermo incurable. El conocimiento compartido de que tal persona morirá en un tiempo previsible y de que no hay nada que pueda curarla de su enfermedad es algo que alivia a los parientes o amigos en semejante situación.
Una vez que se ha tomado la decisión de cuidar a un moribundo en casa, ya no se trata de curarlo, sino de procurarle el mayor bienestar posible y el mayor alivio de sus molestias. Esto responde también al deseo del moribundo, que sabe que el objetivo principal no es la prolongación de la vida sino el alivio de su situación. También es natural que suceda que el enfermo de muerte cambie de actitud. En la mayor parte de los casos esto significará un ingreso en el hospital.
Otro requisito necesario para atender a un moribundo en casa es que los parientes o amigos puedan y quieran hacerse cargo de la asistencia del enfermo de muerte. Los datos estadísticos demuestran que la mayor parte de las personas enfermas y necesitadas de asistencia son cuidadas en sus hogares. Lo cual sólo es posible porque el cónyuge, la pareja, los hijos o los hijastros asumen ese cometido. Se da un alto porcentaje de personas con buena disposición para asumir en casa la asistencia de una persona grave.
En principio eso podría aplicarse también al cuidado de un moribundo, pero la experiencia demuestra que la mayoría de las personas son ingresadas poco antes de su muerte en el hospital.
Los motivos son muchos. Abundan las personas a las que la idea de atender a un enfermo que está a punto de morir y de convivir con su agonía les produce un gran miedo, y no se sienten con fuerzas para afrontarlo. Para casi todos nosotros, la muerte no significa una realidad connatural, sino que nos resulta extraña y nos provoca un gran temor.
Cuando los familiares tienen la sensación de que no son capaces de afrontar la muerte de un familiar en casa, deberían reflexionar para ver si es conveniente ingresar al moribundo en una clínica o en un asilo. No es ningún fracaso que las personas reconozcan sus limitaciones y actúen de acuerdo con su conciencia.
Lo mismo cabe decir cuando en la práctica de la asistencia al enfermo se ve que la familia tal vez no está a la altura de las exigencias. Es muy importante tener claro que, aunque se haya tomado la decisión de cuidar al moribundo en casa, cuando las circunstancias lo exigen se puede dar perfectamente marcha atrás.
También es necesario que el apoyo esté asegurado por parte del médico de familia y del asistente social. En muchos casos es sorprendente lo poco que en realidad se necesita del médico o de la enfermera. Y esto ocurre tan pronto como hemos aceptado que la persona a la que cuidamos está en trance de muerte. A pesar de ello necesitamos de un apoyo médico, y en la mayoría de los casos la asistencia no podrá llevarse a cabo sin una ayuda y orientación profesional. Por ello es necesario aclarar, antes de que el enfermo abandone la clínica, qué médico asume el ulterior tratamiento del paciente y cómo podemos obtener el apoyo a través de alguna institución o servicio de asistencia.
El médico de cabecera tiene que estar dispuesto a realizar unas visitas periódicas. Realmente, cualquier médico de medicina general está obligado a ello; pero eso nos servirá de muy poco si sólo acepta de mala gana el cometido de atender a un paciente moribundo en su casa. Por ello hay que hablar antes con el médico y dejarlo todo más o menos acordado.
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