PARA EL ESTUDIO, COMPRENSIÓN Y DIVULGACIÓN DEL CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y LOS PROCESOS DE LA MUERTE

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viernes, 23 de marzo de 2012

VIVIR CON LA CONCIENCIA DE LA MUERTE PRÓXIMA.

La consciencia de tener que morir, y no en un sentido abstracto e irreal como la que todos tenemos, sino de forma inmediata y sin dilación, tiene una gran importancia, sobre todo para el propio moribundo.

A pesar de ello, muchos médicos sienten una profunda aversión a explicar a un enfermo de muerte su situación. También los parientes intentan hacer concebir esperanzas de curación al enfermo, lo que le dificulta tener un conocimiento real del estado de las cosas y, por ello, le impide la preparación y la espera consciente de la llegada cercana de su muerte.

Actuando de ese modo acabamos confundiendo y engañando al enfermo sobre la llegada de su propia muerte. Normalmente ningún ser humano muere gustoso, pero poseer la conciencia de tener que morir en un tiempo previsible es imprescindible para poder ordenar los últimos días, semanas o meses de vida y disponer las cosas que requieren intervención. Difícilmente habrá otra situación que de forma tan directa y clara nos dé a entender que vivimos en el instante del “aquí y ahora” como el conocimiento de la muerte que está a las puertas. Vivir esta fase de una manera consciente es sin duda un regalo para el moribundo, como lo es también para sus parientes y amigos, en quienes permanecerá el recuerdo y la experiencia de la muerte.

La muerte “domesticada”, vivida consciente y magnánimamente, no tiene nada de espantoso. Pero vivirla de esta manera es una excepción, y es un regalo poder ver el acto de la muerte cumplirse de una manera consciente y solemne.

Existen muchas personas que hasta el último momento pretenden negar la realidad de tener que morir. Esto en cualquier caso hay que respetarlo. Sin embargo, para el moribundo, como para sus familiares, conocer que está la muerte cerca es esencial para vivir los últimos tramos de la existencia de una manera plena y colmada.

La mentira recíproca, la que surge de la negación de la realidad de la muerte, es un drama. Muchos enfermos “saben” que morirán, aunque los familiares y los médicos representen ante él la comedia de que volverá a sanar.

Como de una manera espontánea todos se ponen de acuerdo para ocultarle la gravedad de su estado. Sin embargo, estas personas sufren. Lo que más les atormenta es la mentira, que por algún motivo todos admiten, de que sólo está enfermo pero que de ninguna manera es un moribundo, y que simplemente tiene que estar tranquilo y cumplir la prescripción médica para que todo vuelva a estar en orden. Esa mentira en torno a ellas, y presente en ellas mismas, envenena los últimos días de sus vidas. Las engaña acerca de su muerte.

Estas personas descubren que el acto importante y solemne de su muerte ha sido degradado por todo su entorno hasta la condición de una molestia y hasta la de una indisposición transitoria. No suele haber entonces quien comprenda su situación y pueda compartirla interiormente con ellas.

LA MUERTE EN LA ACTUALIDAD.

Hemos desterrado la muerte de la vida cotidiana desplazándola a los hospitales y asilos. En el mundo occidental las personas morimos hoy en clínicas o en instituciones similares. Esto empezó a ocurrir en el siglo pasado. Sin embargo, en realidad esto sólo se ha impuesto en las últimas décadas, desde aproximadamente el final de la segunda guerra mundial.

En este mismo período de tiempo hemos perdido la familiaridad con la muerte, que fue propia de las sociedades anteriores. Las personas ya no mueren rodeadas de su familia y de sus amigos, sino aisladas y lejos también de las personas con las que normalmente se relacionan. Al mismo tiempo, la muerte desencadena mucha angustia y nos resulta casi incomprensible.

Ya no estamos familiarizados con los gestos corrientes de cerrar los ojos del difunto, la oración por ellos, el lavado y vestido del cadáver, ni tampoco nos resultan familiares las formas tradicionales de acompañamiento del difunto y del entierro. Con esto se relaciona también el que muchas personas intenten engañar a la persona que va a morir sobre la gravedad de su enfermedad y el que a menudo sintamos el deseo de morir mientras dormimos sin más.

El deseo de no sentir la muerte embota la sensibilidad de “sentir cercano el propio fin”. Únicamente las esquelas de los periódicos y de los cementerios continúan refiriéndose hoy en día a la muerte.

Casi todos morimos en hospitales o en instituciones similares, pero esto no suele responder a la voluntad de los moribundos. La mayoría de las personas querrían morir en su entorno habitual, rodeadas de personas que les son familiares y de las que se sienten cerca. Muchas personas temen la muerte en el hospital, porque tienen miedo de que allí las arrinconen y las dejen solas.

Si, pese a ello, la mayoría muere en instituciones extrañas es, ante todo, porque carece de parientes que los cuiden o porque los hijos y otros allegados todavía vivos viven demasiado lejos o no disponen de posibilidades de espacio para acoger a una persona que necesita de asistencia. Pero, aun cuando se dieran las circunstancias apropiadas, para la mayoría de las personas existe una gran diferencia entre cuidar de una persona enferma o acompañar a un moribundo hasta su muerte.

La verdad es que no estamos familiarizados con la muerte. La idea de la muerte nos angustia y nos desarma, y apenas podemos imaginarnos enfrentándonos al acontecimiento dramático de la muerte de un ser querido a solas y sin una ayuda profesional.
Nuestra actitud frente a la muerte tampoco se diferencia mucho de nuestra actitud ante el nacimiento, que sólo en los últimos treinta años se ha desplazado desde el ámbito doméstico hasta la clínica.

Y así como casi todos los médicos poco antes del alumbramiento envían a una embarazada a la clínica, así también se apresuran a enviar a un enfermo grave al hospital, sobre todo cuando su estado empeora notablemente.

Para la mayor parte de los parientes sería muy difícil en semejante situación oponerse al consejo del médico y asumir la responsabilidad de la asistencia última del moribundo.

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