Unos cinco minutos antes de morir oí el retumbar del trueno; otra tormenta marchaba hacia Aiken, Caroli¬na del Sur. Por la ventana veía los relámpagos que cruza¬ban el cielo, haciendo ese ruido crepitante que producen antes de tocar la tierra con un chasquido seco. “La artille¬ría de Dios”, como la llamaba alguien de mi familia. Con el correr de los años yo había oído relatos por decenas sobre personas y animales alcanzados y fulminados por el rayo. Mi tío abuelo solía contar cuentos de esos por la noche, cuando retumbaban las tormentas de verano y el cuarto se iluminaba con intensos destellos; para mí eran tan pavorosos como los cuentos de fantasmas. Jamás había perdido el miedo a los rayos, Aun esa noche, el 17 de septiembre de 1975, teniendo veinticinco años, quería dejar el teléfono cuanto antes para evitar “un telefonema de Dios”. Creo que era también mi tío abuelo quien solía decir: “Recuerda: si recibes un telefonema de Dios, generalmente te conviertes en la zarza ardiente.” Pero estoy seguro de que era un chiste.
-Oye, Tommy, tengo que cortar. Viene tormenta. -¿y qué? -dijo él.
Pocos días antes yo había regresado de un viaje a América del Sur y estaba pegado al teléfono. Trabajaba para el gobierno y también tenía varios emprendimientos comerciales propios. Poseía y alquilaba varias casas, compraba y reparaba autos antiguos, ayudaba en los almacenes de mi familia y estaba organizando una empresa. Afuera caía la lluvia y yo tenía que dar por terminada esa última conversación telefónica con un socio.
-Tengo que cortar, Tommy. Mi madre siempre me decía que no usara el teléfono durante las tormentas eléctricas.
Y eso fue todo. El próximo ruido que percibí fue como si un tren de carga me entrara por el oído a la velo¬cidad de la luz. Unas descargas eléctricas me recorrieron el cuerpo; cada célula de mi ser parecía bañada en ácido para baterías. Los clavos de mis zapatos quedaron solda¬dos a los del suelo, de modo tal que, cuando volé por el aire, los pies se me salieron del calzado. Vi el techo de¬lante de mi cara y, por un momento, no logré imaginar qué potencia era la que me causaba un dolor tan abrasa¬dor y me tenía suspendido por sobre mi propia cama. Lo que debió de ser una fracción de segundo me pareció una hora.
En algún lugar, al otro lado del pasillo, mi esposa Sandy había gritado, al oír el trueno:
-Ese cayó cerca.
Yo no la oí; lo supe sólo mucho después. Tampoco vi su expresión horrorizada cuando, al mirar desde el pa¬sillo, me vio suspendido en el aire. Por un momento sólo vi la escayola del cielo raso.
LUEGO PASÉ A OTRO MUNDO.
De un dolor inmenso pasé a encontrarme envuelto en paz y tranquilidad. Era una sensación que yo descono¬cía y que no he experimentado desde entonces, como ba¬ñarse en una calma gloriosa. El lugar al que fui era una atmósfera de azul intenso y gris, en el que pude descan¬sar por un momento y preguntarme qué era lo que me había golpeado con tanta fuerza. ¿Acaso un avión estre-llado contra la casa? ¿Un ataque nuclear lanzado contra nuestro país? No tenía idea de lo ocurrido, pero aun en ese momento apacible quería saber dónde estaba.
Comencé a mirar a mí alrededor, girando en el aire. Debajo de mí estaba mi propio cuerpo cruzado en la cama, con los zapatos echando humo y el teléfono fundido en la mano. Vi que Sandy entraba corriendo. Se detuvo junto a la cama y me miró con expresión aturdida, como la del padre que encuentra a su hijo flotando en la piscina con la cara sumergida. Por un momento se estremeció; luego puso manos a la obra. Poco antes había tomado un curso de resucitación cardiorrespiratoria y sabía exactamente lo que debía hacer. Primero me limpió la garganta y me apartó la lengua a un costado; luego me echó la cabeza hacia atrás y comenzó a soplar dentro de mi boca. Una, dos, tres veces; después se instaló a horcajadas sobre mi vientre para apretarme el pecho. Apretaba tanto que lan¬zaba un gruñido con cada esfuerzo.
“Debo de estar muerto”, pensé; no sentía nada, pues no estaba en mi cuerpo. Era un espectador de mis últimos instantes en la tierra; observaba mi propia muerte con tanta indiferencia como si estuviera ante dos actores que la re¬presentaran por televisión. Sentí pena por Sandy, pues percibía su miedo y su dolor, pero la persona tendida en la cama no me interesaba. Recuerdo un pensamiento de-mostrativo de lo lejos que estaba del dolor, Mientras con¬templaba al hombre de la cama, recuerdo haber pensado: “Me creía más apuesto.”
La resucitación cardiorrespiratoria debió de haber surtido efecto, pues de pronto me encontré nuevamente en mi cuerpo. Sandy, por encima de mí, seguía apretándome el pecho. Normalmente, una presión como esa, capaz de quebrar los huesos, habría sido dolorosa, pero yo no la sentía. La electricidad había circulado por mi cuerpo y no existía en mí un solo sitio que no pareciera quemado desde adentro hacia afuera. Empecé a gemir, pero sólo porque estaba demasiado débil para aullar.
En menos de diez minutos apareció Tommy. Al oír la explosión por teléfono supo que había ocurrido algo malo. Como era ex enfermero de la Marina, Sandy dejó que se hiciera cargo. El me envolvió en una manta y le dijo que llamara a la unidad de emergencia médica.
-
Haremos lo que se pueda -dijo, apoyándome una mano en el pecho.
Por entonces yo había vuelto a abandonar el cuerpo. Vi que Tommy me sostenía, maldiciendo la lentitud de la ambulancia, que se oía a la distancia. Yo permanecí suspendido sobre los tres (Sandy, Tommy y yo mismo) mientras los técnicos médicos me ponían en la camilla para llevarme a la ambulancia.
Desde donde estaba, suspendido a cuatro o cinco metros por encima de todos, vi la lluvia torrencial que me golpeaba la cara y empapaba las espaldas del equipo llegado en la ambulancia. Sandy lloraba; sentí pena por ella. Tommy hablaba en voz baja con los hombres. Me pusieron en la ambulancia, cerraron las portezuelas y partieron.
Mi perspectiva era la de una cámara de televisión. Sin pasión ni dolor, vi que la persona acostada en la camilla empezaba a retorcerse y a saltar. Sandy se apretó contra el costado de la ambulancia, aterrorizada al ver las convulsiones del hombre a quien amaba. El técnico de emergencias inyectó algo en el cuerpo, esperando obtener algún resultado positivo, pero el hombre de la camilla, después de varias convulsiones penosas, dejó de moverse. El técnico le aplicó un estetoscopio en el pecho y dejó escapar un suspiro.
-Lo perdimos -dijo a Sandy-.
Lo perdimos.
La idea me golpeó de pronto: ¡ese hombre de la ca¬milla era yo! Vi que el técnico me cubría la cara con una sábana y se respaldaba hacia atrás. La ambulancia no aminoraba la marcha y el técnico del asiento delantero seguía comunicado por radio con el hospital, tratando de averiguar si había algo que los médicos pudieran indicarles. Pero el hombre de la camilla estaba obviamente muerto.
“¡Estoy muerto!”, pensé. No estaba en mi cuerpo y, francamente, puedo decir que no deseaba estar allí. Si algo pensaba era, simplemente, que ese cuerpo cubierto por la sábana no tenía nada que ver conmigo.
Sandy sollozaba y me daba palmaditas en la pierna. Tommy se sentía aturdido y abrumado por lo súbito de ese acontecimiento. El técnico de emergencias médicas se limitaba a mirar el cuerpo con aire de fracasado.
“No te aflijas, amigo”, pensé. “No es culpa tuya.” Miré por delante de la ambulancia, a un sitio por encima de mi cuerpo muerto. Se estaba formando un túnel que se abría como el ojo de un huracán y se acercaba a mí.
“Ese lugar parece interesante”, pensé. Y hacia allá fui.
Extracto del libro:
“SALVADO POR LA LUZ”
Autor: D. BRINKLEY
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