VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE.
Estuve en La Rábida hasta 1973 ayudando a niños moribundos a hacer la transición entre la vida y la muerte. Al mismo tiempo asumí la responsabilidad de dirigir el Centro de Servicio Familiar, una clínica de salud mental. Creía que lo peor que podrían decir de mí era que intentaba hacer demasiado. Pero me quedé corta. Un día el administrador jefe de la clínica me vio tratar a una mujer pobre y después me regañó por atender a pacientes que no podían pagar. Eso era como decirme que no respirara.
Pero yo no estaba dispuesta a abandonar esa práctica. Cuando a una la contratan, contratan también lo que una representa.
Durante los dos días siguientes discutimos el asunto. Yo alegaba que los médicos tenían la obligación de tratar a los pacientes necesitados al margen de si podían pagar o no, y él decía que su propio deber consistía en llevar un negocio. Finalmente, para llegar a un acuerdo me propuso que atendiera los casos de personas indigentes en mis ratos libres, por ejemplo durante la hora que tenía para comer a mediodía, pero a fin de que él pudiera controlar mi horario, me pidió que fichara.
-No, gracias.
Me marché. Y así, a mis cuarenta y seis años, de pronto dispuse de tiempo para realizar proyectos nuevos e interesantes, como mi primer seminario-taller "Vida, muerte y transición", que fue una semana intensiva de charlas, entrevistas a moribundos, sesiones de preguntas y respuestas y ejercicios individuales destinados a ayudar a las personas del grupo a superar las penas y la rabia acumuladas en sus vidas, lo que yo llamaba sus asuntos pendientes. Estos podían consistir en la muerte de un progenitor por el que nunca hicieron duelo, en abusos sexuales jamás reconocidos o en otros traumas.
Pero una vez expresados esos traumas en un ambiente en el que se sentían seguras, esas personas comenzaban el proceso de curación y lograban llevar el tipo de vida sincera y receptiva que les permitía una buena muerte.
Muy pronto me hicieron ofertas para realizar esos seminarios-talleres por todo el mundo.
Cada semana me llegaban a casa alrededor de mil cartas y el número de llamadas telefónicas era más o menos el mismo.
Mi familia acusaba el creciente peso de las exigencias que nos imponía mi popularidad, pero me apoyaban. Mi investigación de la vida después de la muerte adquirió un impulso imparable. Durante los primeros años de la década de los setenta, entre Mwali-mu y yo entrevistamos a unas 20.000 personas que daban ese perfil, de edades comprendidas entre los 2 y los 99 años, de culturas tan diversas como la esquimal, la de los indios norteamericanos, la protestante y la musulmana. En todos los casos las experiencias referidas eran tan similares que los relatos tenían que ser ciertos.
Hasta entonces yo nunca había creído que existiera una vida después de la muerte, pero todos esos casos me convencieron de que no eran coincidencias ni alucinaciones. Una mujer, a la que declararon muerta después de un accidente de coche, dijo que había vuelto después de haber visto a su marido.
Más tarde los médicos le dirían que su marido había muerto en otro accidente de coche al otro lado de la ciudad. Un hombre de algo más de treinta años se suicidó después de perder a su mujer e hijos en un accidente de coche. Pero cuando estaba muerto, vio que su familia estaba bien y regresó a la vida.
Los sujetos no sólo nos decían que esas experiencias de muerte no eran dolorosas sino que explicaban que no querían volver.
Después de ser recibidos por sus seres queridos o por guías, viajaban a un lugar donde había tanto amor y consuelo que no deseaban volver; allí tenían que convencerlos de que regresaran. "No es el momento" era algo que oían prácticamente todos. Recuerdo a un niño que hizo un dibujo para poder explicar a su madre lo agradable que había sido su experiencia de la muerte. Primero dibujó un castillo de vivos colores y explicó: "Aquí es donde vive Dios." Después dibujó una estrella brillante: "Cuando miré la estrella, me dijo “Bienvenido a casa”."
Esos extraordinarios hallazgos condujeron a la conclusión científica aún más extraordinaria de que la muerte no existe en el sentido de su definición tradicional.
Pensé que cualquier definición nueva debía trascender la muerte del cuerpo físico; debía tomar en cuenta las pruebas que teníamos de que el hombre posee también alma y espíritu, un motivo superior para vivir, una poesía, algo más que la mera existencia y supervivencia física, algo que continúa.
Los moribundos pasaban por las cinco fases, pero "una vez que hemos hecho todo el trabajo que nos ha sido encomendado al enviarnos a la Tierra, se nos permite desprendernos del cuerpo, que nos aprisiona el alma como el capullo envuelve a la mariposa, y..." bueno, entonces la persona tiene la más maravillosa experiencia de su vida. Sea cual fuere la causa de la muerte, un accidente de coche o un cáncer (aunque una persona que muere en un accidente de avión o en un incidente similar, repentino e inesperado, podría no saber inmediatamente que ha muerto), en la muerte no hay dolor, miedo, ansiedad ni pena. Sólo se siente el agrado y la serenidad de una transformación en mariposa.
Según los relatos de las personas entrevistadas que compilé, la muerte ocurre en varias fases distintas.
Primera fase: En la primera fase las personas salían flotando de sus cuerpos. Ya fuera que hubieran muerto en la mesa del quirófano, en accidente de coche o por suicidio, todas decían haber estado totalmente conscientes del escenario donde estaban sus cuerpos.
La persona salía volando como la mariposa que sale de su capullo, y adoptaba una forma etérea; sabía lo que estaba ocurriendo, oía las conversaciones de los demás, contaba el número de médicos que estaban intentando reanimarla, o veía los esfuerzos del equipo de rescate para sacarla de entre las partes comprimidas del coche. Un hombre dijo el número de matrícula del vehículo que chocó contra el suyo y después huyó.
Otros contaban lo que habían dicho los familiares que estaban reunidos alrededor de sus camas en el momento de la muerte.
En esta primera fase experimentaban también la salud total; por ejemplo, una persona que estaba ciega volvía a ver, una persona paralítica podía moverse alegremente sin dificultad. Una mujer contó que había disfrutado tanto bailando junto al techo de la habitación del hospital que se deprimió cuando tuvo que volver. En realidad, de lo único de que se quejaban las personas con quienes hablé era de no haber continuado muertas.
Segunda fase: Las personas que ya habían salido de sus cuerpos decían haberse encontrado en un estado después de la muerte que sólo se puede definir como espíritu y energía.
Las consolaba descubrir que ningún ser humano muere solo. Fuera cual fuese el lugar o la forma en que habían muerto, eran capaces de ir a cualquier parte a la velocidad del pensamiento. Algunas, al pensar en lo apenados que se iban a sentir sus familiares por su muerte, en un instante se desplazaban al lugar donde estaban éstos, aunque fuera al otro lado del mundo. Otros recordaban que mientras los llevaban en ambulancia habían visitado a amigos en sus lugares de trabajo.
Me pareció que esta fase es la más consoladora para las personas que lloran la muerte de un ser querido, sobre todo cuando éste ha tenido una muerte trágica y repentina.
Cuando una persona se va marchitando poco a poco durante un período largo de tiempo, enferma de cáncer, por ejemplo, todos, tanto el enfermo como sus familiares, tienen tiempo para prepararse para su muerte. Cuando la persona muere en un accidente de avión no es tan fácil. La persona que muere está tan confundida como sus familiares, y en esta fase tiene tiempo para comprender lo ocurrido.
Por ejemplo, estoy segura de que aquellos que murieron en el vuelo 800 de la TWA estuvieron junto a sus familiares en el servicio fúnebre que se celebró en la playa.
Todas las personas entrevistadas recordaban que en esta fase se encontraban también con sus ángeles guardianes, o guías, o compañeros de juego, como los llamaban los niños. Explicaban que los ángeles eran una especie de guías, que las consolaban con amor y las llevaban a la presencia de familiares o amigos muertos anteriormente. Lo recordaban como momentos de alegre reunión, conversación, puesta al día y abrazos.
Tercera fase: Guiadas por sus ángeles de la guarda, estas personas pasaban a la tercera fase, entrando en lo que por lo general describían como un túnel o una puerta de paso, aunque también con otras diversas imágenes, por ejemplo un puente, un paso de montaña, un hermoso riachuelo, en fin, lo que a ellas les resultaba más agradable; lo creaban con su energía psíquica. Al final veían una luz brillante.
Cuando su guía las acercaba más a la luz, veían que ésta irradiaba un intenso y agradable calor, energía y espíritu, de una fuerza arrolladura. Allí sentían entusiasmo, paz, tranquilidad y la expectación de llegar por fin a casa. La luz, decían, era la fuente última de la energía del Universo.
Algunos la llamaban Dios, otros decían que era Cristo o Buda. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: se hallaban envueltos por un amor arrolla-dor, la forma más pura de amor, el amor incondicional. Después de escuchar a millares y millares de personas explicar este mismo viaje, comprendí por qué ninguna quería volver a su cuerpo físico.
Pero estas personas que volvieron decían que esa experiencia había influido profundamente en sus vidas. Algunas habían recibido un gran conocimiento, algunas habían vuelto con advertencias proféticas, otras con nuevas percepciones.
Pero todas habían hecho el mismo descubrimiento: ver la luz les había hecho comprender que sólo hay una explicación del sentido de la vida, y ésa es el amor.
Cuarta fase: Según los relatos, en esta fase se encontraban en presencia de la Fuente Suprema. Algunos la llamaban Dios, otros decían que simplemente sabían que estaban rodeados por todo el conocimiento que existe, pasado, presente y futuro, un conocimiento sin juicios, solamente amoroso.
Aquellos que se materializaban en esta fase ya no necesitaban su forma etérea, se convertían en energía espiritual, la forma que adoptan los seres humanos entre una vida y otra y cuando han completado su destino. Experimentaban la unicidad, la totalidad o integración de la existencia.
En ese estado la persona hacía una revisión de su vida, un proceso en el que veía todos los actos, palabras y pensamientos de su existencia.
Se le hacía comprender los motivos de todos sus pensamientos, decisiones y actos y veía de qué modo éstos habían afectado a otras personas, incluso a desconocidos; veía cómo podría haber sido su vida, toda la capacidad en potencia que poseía. Se le hacía ver que las vidas de todas las personas están interrelacionadas, entrelazadas, que todo pensamiento o acto tiene repercusiones en todos los demás seres vivos del planeta, a modo de reacción en cadena.
Mi interpretación fue que esto sería el cielo o el infierno, o tal vez ambos.
El mayor regalo que hizo Dios al hombre es el libre albedrío. Pero esta libertad exige responsabilidad, la responsabilidad de elegir lo correcto, lo mejor, lo más considerado y respetuoso, de tomar decisiones que beneficien al mundo, que mejoren la humanidad. En esta fase se les preguntaba a las personas: "¿Qué servicio has prestado?"
Ésa era la pregunta más difícil de contestar; les exigía repasar las elecciones y decisiones que habían tomado en la vida para ver si habían sido las mejores. Ahí descubrían si habían aprendido o no las lecciones que debían aprender, de las cuales la principal y definitiva es el amor incondicional.
La conclusión básica que saqué de todo esto, y que no ha cambiado, es que todos los seres humanos, al margen de nuestra nacionalidad, riqueza o pobreza, tenemos necesidades, deseos y preocupaciones similares.
En realidad, nunca he conocido a nadie cuya mayor necesidad no sea el amor.
El verdadero amor incondicional. Éste se puede encontrar en el matrimonio o en un simple acto de amabilidad hacia alguien que necesita ayuda. No hay forma de confundir el amor, se siente en el corazón; es la fibra común de la vida, la llama que nos calienta el alma, que da energía a nuestro espíritu y da pasión a nuestra vida. Es nuestra conexión con Dios y con los demás.
Toda persona pasa por dificultades en su vida. Algunas son grandes y otras no parecen tan importantes. Pero son las lecciones que hemos de aprender. Eso lo hacemos eligiendo. Yo digo que para llevar una buena vida y así tener una buena muerte, hemos de tomar nuestras decisiones teniendo por objetivo el amor incondicional y preguntándonos: "¿Qué servicio voy a prestar con esto?"
Dios nos ha dado la libertad de elegir; la libertad de desarrollarnos, crecer y amar.
La vida es una responsabilidad. Yo tuve que decidir si orientaba o no a una mujer moribunda que no podía pagar ese servicio. Tomé la decisión basándome en que lo que sentía en mi corazón era lo correcto, aunque me costara el puesto. Esa opción era la buena para mí. Habría otras opciones, la vida está llena de ellas.
En definitiva, cada persona elige si sale de la dificultad aplastada o perfeccionada.
LA PRUEBA
En 1974, durante seis meses estuve trabajando hasta altas horas de la noche en mi cuarto libro, La muerte: un amanecer. A juzgar por el título se podría pensar que ya tenía todas las respuestas sobre la muerte. Pero el día en que lo terminé, el 12 de septiembre, falleció mi madre en la residencia suiza donde había pasado sus cuatro últimos años. Entonces me encontré preguntándole a Dios por qué había convertido en vegetal a esa mujer que durante ochenta y un años no había hecho otra cosa que dar amor, cobijo y afecto, y por qué la había mantenido en ese estado tanto tiempo.
Incluso durante el funeral lo maldije por su crueldad.
Después, por increíble que parezca, cambié de opinión y le agradecí su generosidad. Parece cosa de locos, ¿verdad? A mí también me lo parecía, hasta que comprendí que la última lección que había tenido que aprender mi madre era recibir afecto y cuidados, algo para lo cual jamás estuvo dotada. Desde entonces he alabado a Dios por enseñarle eso en sólo cuatro años; es decir, podría haber tardado mucho más tiempo.
Aunque el desenvolvimiento de la vida es cronológico, las lecciones nos llegan cuando las necesitamos.
Durante la Semana Santa anterior había estado en Hawai dirigiendo un seminario. La gente me consideraba una experta en la vida. ¿Y qué pasó? Pues que acabé aprendiendo una lección importantísima sobre mí misma. El seminario fue fabuloso, pero yo lo pasé fatal porque resultó que el hombre que lo organizaba era un tacaño. Nos reservó habitaciones en un lugar horroroso, se quejaba de que comíamos demasiado e incluso nos cobró los papeles y lápices que utilizamos.
De vuelta a casa hice una parada en California. Algunos amigos fueron a recogerme al aeropuerto y me preguntaron cómo había ido el seminario. Yo estaba tan molesta que no supe qué contestar. Con la intención de hacer un chiste, una amiga me dijo: "Bueno, cuéntanos cómo te fue con los conejitos de Pascua." Al oír eso me eché a llorar desconsoladamente. Toda la rabia y frustración que había reprimido toda esa semana estallaron de pronto. Ese comportamiento no era propio de mí.
Por la noche, ya en mi habitación, me analicé buscando la causa de ese estallido.
Entonces comprendí que la mención de los conejitos de Pascua había, desatado el recuerdo de aquella vez que mi padre me ordenó llevar mi conejito negro favorito al carnicero. En aquella ocasión yo me negué a manifestar mis emociones delante de mis padres. Ellos jamás supieron cuánto me dolió y jamás me permití reconocer, ni ante mí misma, lo terrible y doloroso que fue.
Pero repentinamente toda la pena, la rabia y la sensación de injusticia que había reprimido durante casi cuarenta años brotaron como un torrente. Lloré todas las lágrimas que debería haber llorado entonces. También comprendí que les tenía alergia a los hombres tacaños.
Cada vez que me encontraba ante alguno, me ponía tensa, y revivía inconscientemente la muerte de mi conejito negro. Finalmente, ese tacaño de Hawai me hizo explotar.
No tiene nada de raro que, una vez exteriorizados mis sentimientos, me sintiera mucho mejor.
Es imposible vivir plenamente la vida si no nos hemos liberado de la negatividad, si no hemos concluido los asuntos pendientes, los conejitos negros.
Pero había otro conejito negro en mi interior, y era mi necesidad (en mi calidad de una "pizca de novecientos gramos") de demostrar constantemente que merecía estar viva. A mis cuarenta y nueve años no era capaz de aminorar mi ritmo de trabajo.
Manny también estaba muy ocupado forjándose un porvenir. Carecíamos de tiempo para estar juntos y nuestra relación se resentía. Pensé que el antídoto perfecto sería comprar una granja en algún sitio retirado donde pudiera recargar mis baterías, relajarme con Manny y dar a los niños la oportunidad de disfrutar de la naturaleza tal como yo había hecho de niña. Me imaginaba muchas hectáreas de terreno, árboles, flores y animales.
Aunque Manny no compartía mi entusiasmo, al menos reconocía que los viajes en coche que hacíamos mirando las granjas nos daban ocasión para estar juntos.
En nuestra última salida del verano de 1975, encontramos el sitio perfecto, con campos que parecían sacados de un libro de fotografías, donde también había esos túmulos sagrados de los indios. Me encantó. Manny parecía igualmente entusiasmado, a juzgar por todas las fotos que tomó allí con una cámara bastante cara que le había prestado un amigo.
Durante el trayecto hacia un hotel de Afton, donde yo iba a dirigir un seminario, comentamos lo mucho que nos había gustado aquella propiedad. Después de dejarme en el hotel, Manny y los niños iban a regresar a Chicago en el coche.
Sin embargo, al entrar en la ciudad pasamos junto a una casita de aspecto insólito, en cuyo porche estaba una mujer que al vernos corrió hacia nosotros agitando frenéticamente los brazos. Pensando que necesitaba ayuda, Manny detuvo el coche. Resultó que la mujer, a la que no conocíamos de nada, sabía dónde me iba a alojar esa noche y estaba esperando que pasara por su casa camino del hotel.
Me pidió que la acompañara a su casa.
-Tengo que mostrarle algo muy importante —me dijo.
Por raro que parezca, eso no me extrañó. Ya estaba acostumbrada a que algunas personas llegaran a extremos increíbles para hablar conmigo o para hacerme alguna pregunta muy urgente. Dado que siempre trataba de complacer, le dije que tenía dos minutos. Ella aceptó y la seguí al interior de su casa. Me llevó a una acogedora salita de estar y me señaló una fotografía que tenía sobre una mesa.
-Eso —me dijo—. Mire.
A primera vista, la fotografía era de una flor muy bonita, pero al mirarla con más atención vi que sobre la flor estaba posada una diminuta criatura con cuerpo, cara y alas.
Miré a la mujer y ella asintió con la cabeza.
-Es un hada, ¿verdad? —le dije, sintiendo que se me aceleraba el corazón.
-¿Qué cree usted?
A veces es mejor dejarse guiar por la intuición que pensar con la cabeza, y ésa fue una de aquellas veces. En esos momentos de mi vida estaba receptiva a todo y a cualquier cosa. A menudo tenía la impresión de que se levantaba un telón para permitirme entrar en un mundo que nadie había visto antes. Eso lo probaba. Era uno de esos grandes momentos decisivos. Lo normal para mí habría sido pedirle una taza de café y sentarme a hablar con esa mujer hasta quedar afónica. Pero mi familia me estaba esperando en el coche.
No tenía tiempo para hacer preguntas. Acepté la foto sin más.
.- ¿Quiere una respuesta sincera o una educada? —le pregunté:
.- No tiene importancia —contestó—. Con eso ya tengo su respuesta.
Antes de que me acercara a la puerta me pasó una cámara Polaroid y me hizo un gesto hacia la puerta de atrás, que conducía a un jardín muy bien cuidado. La mujer me dijo que tomara una foto de cualquiera de las plantas o flores. Para complacerla y salir pronto de allí, tomé una foto y la saqué de la cámara. A los pocos segundos apareció otra hada floral. Una parte de mí estaba asombrada, otra parte se preguntaba cuál sería el truco, y otra parte le dio las gracias a la mujer y salió a reunirse con Manny y los niños.
Cuando me preguntaron qué quería la mujer, inventé una historia. Lamentablemente, cada vez eran más las cosas que no podía contar a mi familia.
Antes de dejarme en el hotel, Manny me pasó la cámara que le habían prestado, ya que era preferible que yo la llevara en el avión a que se la robaran en el motel donde pensaban pasar esa noche. Me sermoneó sobre la importancia de cuidar bien esos equipos tan caros, una monserga que yo había oído tantas veces que ya no me molestaba en escuchar.
-Prometo no tocarla —le dije a la vez que me la colgaba al hombro.
Después me reí de lo paradójico que resultaba que le prometiera no tocarla mientras me la colgaba al hombro.
En cuanto estuve a solas, me puse a pensar en las hadas. Yo conocía a las hadas por los libros que había leído cuando niña, y también les hablaba a mis plantas y flores, pero eso no quería decir que creyera en la existencia de tales seres. Por otro lado, no podía dejar de pensar en esa extraña mujer que fotografiaba a las hadas. Ésa era una prueba palpable y retadora. También lo era el hecho de que yo hubiera hecho lo mismo con una Polaroid.
Si era un truco, era uno condenadamente bueno. Pero no creía yo que fuera una farsa.
Desde la visita de la señora Schwartz, sabía que no hay que descartar algo simplemente porque no se pueda explicar. Creía que todos tenemos un guía o ángel guardián que nos observa y protege. Ya fuera en los campos de batalla de Polonia, en las barracas de Maidanek o en los pasillos de los hospitales, muchas veces me había sentido guiada por algo más poderoso que yo. Y ahora ¿hadas?
Si una persona está preparada para tener experiencias místicas, las tiene. Si está receptiva, va a tener sus encuentros espirituales.
Nadie podría haber estado más receptiva que yo cuando volví a mi habitación del hotel. Cogí la cámara que pertenecía al amigo de Manny (el fruto prohibido, ya que había prometido no tocarla) y me fui hasta una pradera a la orilla de un bosque. Encontré un lugar despejado y me senté en un montículo. El lugar me recordó el escondite secreto que tenía detrás de mi casa en Meiden. Quedaban tres fotos en el carrete de la cámara. Tres fotos. Para la primera enfoqué la pradera con la elevada colina cubierta de árboles al fondo. Antes de tomar la segunda instantánea grité, a guisa de desafío: "Si tengo un guía y me estás escuchando, hazte visible en la siguiente foto." Apreté el botón. La última foto no la aproveché.
De vuelta en el hotel, guardé la cámara en la maleta y olvidé el experimento.
Pero unas tres semanas después el asunto de la cámara volvió a surgir. Yo regresaba de Nueva York a Chicago y tuve que correr para tomar el avión, cargada con una bolsa llena de exquisiteces para mi marido, nacido en Brooklyn: en Kuhns había comprado una docena de perritos calientes kosher, unos cuantos kilos de salami kosher y una tarta de queso estilo neoyorquino. Cuando aterrizamos, todo el avión olía a charcutería de lujo. Me precipité a casa para darle una sorpresa a Manny, que no me esperaba tan pronto esa noche, y me puse a preparar la cena. Manny llamó por teléfono para hablar con uno de los niños, pero en lugar de mostrarse contento cuando contesté yo, me dijo enfadado:
-Bueno, lo has vuelto a hacer.
-¿He vuelto a hacer qué? —No tenía idea de a qué se refería.
-La cámara.
- ¿Qué cámara? Enfadado me explicó que era la carísima cámara que le habían prestado y que él confiara a mi cuidado en Virginia. -Seguro que la utilizaste.
Mandé a revelar las fotos, y una de las últimas salió con doble exposición. Seguro que el maldito aparato está estropeado. De súbito recordé mi experimento. Sin hacer caso de su enfado le supliqué que volviera a toda prisa a casa. Nada más entró por la puerta le pedí las fotos, como una niña impaciente.
Si no hubiera visto las fotos con mis propios ojos, jamás habría creído lo que aparecía en ellas. En la primera salía la pradera con la colina y el bosque al fondo. La segunda mostraba la misma escena, pero en el bosque del fondo estaba sobrepuesto un indio musculoso de aspecto estoico con los brazos cruzados sobre el pecho. En el momento en que tomé la foto estaba mirando a la cámara con expresión muy seria.
Nada de bromas.
Me sentí eufórica, el corazón me brincaba en el pecho. Esas fotos las guardaría como un tesoro toda mi vida. Eran pruebas fehacientes. Lamentablemente en 1994 el incendio de mi casa las destruyó junto con todas mis otras fotos, diarios, revistas y libros. Pero en esos momentos las contemplé maravillada.
-O sea que es cierto —murmuré.
Dispuesto a regañarme de nuevo, Manny me preguntó qué había dicho.
- ¿Ah? Nada.
Era una pena que no confiara bastante en mi marido para transmitirle toda mi emoción y entusiasmo, pero él no habría tolerado que le hiciera perder el tiempo de esa manera.
Ya le costaba aceptar mis estudios sobre la vida después de la muerte.
¿Y encima hadas? Bueno, ya estaban lejanas la época de la facultad y las largas y arduas jornadas como residentes en las que nos apoyábamos mutuamente.
Manny tenía cincuenta años y padecía del corazón, y lo que le interesaba era instalarse y poseer muchas cosas. Yo, en muchos sentidos estaba comenzando. Eso sería un problema.
Extracto del libro:
LA RUEDA DE LA VIDA
Autora: ELIZABETH KÜBLER-ROSS
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