Este no es un libro abstracto sobre Dios y teología. No se propone utilizar palabras grandilocuentes ni frases ingeniosas para evadir preguntas con la intención de convencernos de que nuestros problemas, en realidad, no son problemas, que sólo nosotros creemos que lo son.
Es un libro muy personal, escrito por alguien que cree en Dios y en la bondad del mundo, alguien que ha
dedicado la mayor parte de su vida a tratar de ayudar a los demás a creer, y que se vio impulsado or una tragedia personal a repensar todo lo que le habían enseñado acerca de Dios y el modo en que Él actúa.
Nuestro hijo Aaron acababa de cumplir tres años cuando nació nuestra hija Ariel. Aaron era un niño alegre y feliz y antes de los dos años ya podía identificar a una docena de dinosaurios diferentes y explicarle pacientemente a un adulto que los dinosaurios se habían extinguido. Mi esposa y yo nos preocupamos por su salud desde que dejó de crecer a los ocho meses y más aún cuando se le comenzó a caer el cabello poco después de cumplir un año. Lo revisaron médicos prominentes, que mencionaron nombres complicados al referirse a su estado pero nos aseguraron que al crecer sería muy bajo pero normal en cualquier otro sentido.
Antes del nacimiento de nuestra hija, nos mudamos de Nueva York a un suburbio de Boston, donde me convertí en rabino de la congregación local.
Cuando nos enteramos de que el pediatra de la zona estaba investigando los problemas del crecimiento infantil, le llevamos a Aaron. Dos meses después, el día en que nació nuestra hija, el pediatra visitó a mi esposa en el hospital y nos dijo que el problema de nuestro hijo se llamaba progeria, “envejecimiento acelerado”. Nos explicó que Aaron no alcanzaría una altura muy superior a los noventa centímetros, no tendría cabellos ni en la cabeza ni en el cuerpo, su cara sería la de un ancianito aún siendo niño, y moriría al comienzo de su adolescencia.
¿Cómo se maneja una noticia como esa? Yo era un rabino joven y sin experiencia, no estaba familiarizado con el proceso de la pena, no como lo estaría más adelante, y lo que más sentí ese día fue una profunda y dolorosa sensación de injusticia. No tenía sentido. Yo había sido una buena persona. Me había esforzado por hacer lo correcto a los ojos de Dios. Más aún, llevaba una vida de mayor compromiso religioso que la mayoría de la gente que conocía, gente que tenía una familia numerosa y sana.
Creía que estaba siguiendo los designios de Dios y haciendo Su trabajo. ¿Cómo era posible que le estuviera sucediendo eso a mi familia? Si Dios existía, si era mínimamente justo
y, más aún, afectuoso e indulgente, ¿cómo era posible que me hiciera eso?
Aun cuando pudiera convencerme de que me merecía ese castigo por algún pecado de omisión u orgullo del cual no era consciente, ¿por qué razón a través de Aaron? Aaron era un niño inocente y sociable de tres años.
¿Por qué debía padecer un sufrimiento físico y psicológico que le duraría todos y cada uno de los días de su vida?
¿Por qué debía ser el blanco de todas las miradas
dondequiera que fuera? ¿Por qué debía estar condenado a llegar a la adolescencia y ver que los otros chicos y chicas comenzaban a salir en parejas, sólo para comprender que él jamás se casaría ni tendría hijos? Simplemente, no tenía sentido.
Como la mayoría de la gente, mi esposa y yo crecimos con la idea de que Dios era como un padre omnipotente y sabio que nos trataría como lo hacían nuestros padres terrenales, o inclusive mejor. Si éramos obedientes y meritorios, Él nos recompensaría. Si nos alejábamos de sus enseñanzas, Él nos castigaría, con pena pero con firmeza. Nos protegería para que no nos lastimaran ni nos lastimáramos a nosotros mismos, y tomaría los recados para que obtuviéramos lo que nos merecíamos en la vida.
Como la mayoría de la gente, yo percibía las tragedias humanas que oscurecían el panorama: los jóvenes que perecían en accidentes automovilísticos, las personas alegres y afectuosas que se malograban en enfermedades que los convertían en discapacitados, los vecinos y familiares de cuyos hijos deficientes o con enfermedades mentales la gente hablaba en voz baja. Pero esa
percepción jamás me llevó a cuestionar la justicia de Dios. Suponía que Él sabía más que yo acerca del mundo.
Y sin embargo, después, llegó ese día en el hospital en que el doctor nos habló acerca de Aaron y nos explicó lo que significaba progeria. La noticia estaba en contra de todo lo que me habían enseñado. No podía más que repetir una y otra vez en mi mente: esto no puede estar sucediendo. No es así como se supone que funciona el mundo. Se suponía que esas tragedias le sucedían a personas egoístas y deshonestas a quienes yo, como rabino, debía consolar,
asegurándoles que el amor de Dios lo perdona todo. Si lo que yo creía acerca del mundo era cierto, ¿cómo podía sucederme a mí, a mi hijo?
Hace poco, leí acerca de una madre israelí que, en cada cumpleaños de su hijo, dejaba la fiesta, se encerraba en su dormitorio y lloraba porque su hijo estaba un año más próximo al servicio militar, un año más próximo a poner en peligro su vida, posiblemente un año más próximo a convertirla en una de las miles de madres israelíes que deben llorar a un hijo caído en batalla. Cuando lo leí, supe exactamente cómo se sentía. Cada año, mi esposa y yo celebrábamos el cumpleaños de Aaron. Nos alegrábamos por su crecimiento y los conocimientos que adquiría. Pero estábamos acongojados por la fría certeza de que ese año nos aproximaba más al día en que lo perderíamos.
No había muchos libros, ni tampoco muchas personas que nos ayudaran cuando Aaron vivía y moría. Los amigos lo intentaron, y fueron útiles, ¿pero cuánto podían hacer realmente? Y los libros a los cuales recurrí se ocupaban más de defender el honor de Dios, con pruebas lógicas de que lo malo es en realidad bueno y de que el mal es necesario para que este mundo sea bueno, que de calmar la preocupación y angustia del padre de un niño moribundo. Tenían respuestas para todas sus preguntas, pero ninguna para las mías.
Espero que este libro no sea así. No me propuse escribir un libro que defendiera o explicara a Dios. No es necesario agregar un compendio más a la gran cantidad de tratados existentes, y aunque sí lo fuera, yo nunca estudié filosofía formal. Soy, fundamentalmente, un hombre religioso herido por la vida. Quiero escribir un libro que se pueda entregar a una persona herida por la vida -por la muerte, la enfermedad o un accidente, un rechazo o desilusión-, ese tipo de persona que sabe en lo profundo de su corazón que si hubiera justicia en el mundo, se merecería algo mejor.
¿Qué significa busca de fortaleza y esperanza? Si usted es esa persona, si desea creer en la bondad y justicia de Dios y le resulta difícil debido a las cosas que le han sucedido a usted ya las personas que ama, y si este libro lo ayuda a hacerlo, entonces habré logrado destilar algunas bendiciones a partir del dolor y las lágrimas de Aaron.
Aaron falleció dos días después de cumplir catorce años. Este libro le pertenece porque, para mí, cualquier intento para dar un sentido al dolor y al mal del mundo tiene que considerarse éxito o fracaso según la base que ofrezca para encontrar una explicación aceptable al problema de por qué él y nosotros debimos sufrir lo que sufrimos. Este libro le pertenece porque su vida lo hizo posible y su muerte, necesario.
Extracto del libro: CUANDO LA GENTE BUENA SUFRE
Autor: HAROLD S. KUSHNER
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