PARA EL ESTUDIO, COMPRENSIÓN Y DIVULGACIÓN DEL CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y LOS PROCESOS DE LA MUERTE

PARA EL ESTUDIO, COMPRENSIÓN Y DIVULGACIÓN DEL CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y LOS PROCESOS DE LA MUERTE
¿DÓNDE ESTÁ LA VERDAD SINO EN TU PROPIO CORAZÓN?

lunes, 10 de diciembre de 2012

EL SENTIMIENTO DE CULPA

HAY UNA SOLA PREGUNTA QUE REALMENTE IMPORTA: ¿POR QUÉ LE PASAN COSAS MALAS A LA GENTE BUENA?
 
Prácticamente todas las conversaciones significativas que he sostenido con otras personas sobre el tema de Dios y la religión comenzaron con esa pregunta o fueron a parar a ella. La mujer o el hombre angustiado que acaba de salir del consultorio del médico con un diagnóstico desalentador tienen algo en común pero también lo tienen el estudiante universitario que me dice que ha decidido que Dios no existe o el desconocido que se me acerca en una fiesta en el instante en que estoy por pedirle mi abrigo a la anfitriona y me dice: “Así que es un rabino; ¿cómo puede creer que … ?” Todos están preocupados por la distribución injusta del sufrimiento en el mundo.
 
El infortunio de los buenos es un problema, y no sólo para la gente que lo sufre y los seres que los rodean. Lo es para todos los que desean creer en un mundo justo y equitativo y habitable. Es inevitable que se formulen preguntas acerca de la bondad, la generosidad e inclusive la existencia de Dios.
 
Soy rabino de una congregación de seiscientas familias, o sea de alrededor de dos mil quinientas personas. Los visito en los hospitales, celebro sus funerales, trato de ayudarlos a superar el dolor causado por un divorcio, un quebranto comercial, la infelicidad de la rebeldía o el alejamiento de sus hijos. Los escucho cuando me cuentan historias sobre esposos o esposas con una enfermedad terminal, padres seniles para quienes una vida larga es una maldición en lugar de una bendición, personas a las que aman contorsionadas por el dolor o abrumadas por la frustración. Y me resulta muy difícil decirles que la vida es justa, que Dios les da a las personas lo que ellas se merecen y necesitan. En muchas ocasiones, he visto que las familias e inclusive toda la comunidad se unían para rezar por la recuperación de una persona enferma pero sus esperanzas y oraciones no eran escuchadas. He visto enfermar, sufrir y morir jóvenes a las personas equivocadas. Como cada uno de los lectores de este libro, al leer todos los días el periódico, mis ojos captan nuevos desafíos a la idea de la bondad del mundo: asesinatos sin sentido, bromas fatales, gente joven fallecida en accidentes automovilísticos cuando se dirigía a su boda o regresaba a su casa de su fiesta de graduación. Sumo esas historias a las tragedias personales que he conocido y no puedo más que preguntarme: ¿Puedo, de buena fe, continuar enseñándole a la gente que el mundo es bueno y que un Dios bondadoso y afectuoso es responsable de todo lo que sucede en él?
 
No es necesario que las personas sean seres humanos santos y extraordinarios para enfrentarse a ese problema. Es probable que no nos preguntemos con frecuencia: ¿por qué sufre la gente que es generosa, la gente que nunca hace nada malo?”, pero eso es porque conocemos a muy pocos individuos así. Lo que sí nos preguntamos con frecuencia es por qué la gente común, los vecinos amables y amistosos, que no son ni extraordinariamente buenos ni extraordinariamente malos, deben enfrentar repentinamente la agonía del dolor y la tragedia. Si el mundo fuera justo, no se merecerían ese dolor. No son mucho mejores ni mucho peores que la mayoría de la gente que conocemos; ¿por qué ha de ser más difícil su vida? Cuando nos preguntamos: “¿Por qué sufren las personas buenas?” o “¿por qué le pasan cosas malas a la gente buena?”, nuestra preocupación no está limitada al martirio de los santos y sabios; es un intento por comprender por qué la gente común -nosotros y las personas que nos rodean- debe soportar una carga extraordinaria de pena y dolor.
 

Era un rabino joven en los inicios de mi carrera cuando me llamaron para que intentara ayudar a una familia que atravesaba una tragedia inesperada y casi insoportable. Se trataba de un matrimonio de mediana edad que tenía una hija brillante de diecinueve años que cursaba el segundo año en una universidad de otro estado. Una mañana, mientras estaban desayunando, recibieron un llamado telefónico de la guardia médica de la universidad. “Debemos darles una mala noticia. Su hija sufrió un colapso cuando se dirigía a clase esta mañana. Aparentemente, estalló una arteria en su cerebro. Falleció antes de que pudiéramos hacer nada. Lo sentimos muchísimo.” Aturdidos, los padres llamaron a un vecino para que fuera a ayudarlas a decidir los pasos que debían dar a continuación. El vecino notificó a la sinagoga y fui a visitarlos ese mismo día. Cuando entré en su casa me sentía inepto, no encontraba las palabras para aliviar su dolor. Pensaba que encontraría ira, conmoción, dolor, pero no esperaba oír las primeras palabras que me dijeron: “Sabe, rabino, no ayunamos el último Yom Kippur”.
 
¿Por qué lo dijeron? ¿Por qué supusieron que eran responsables, de algún modo, por esa tragedia? ¿Quién les enseñó a creer en un Dios que fulminaría sin advertencia previa a una joven atractiva e inteligente, como castigo porque otras personas no cumplieron con los ritos? Uno de los modos en que la gente intentó dar sentido al sufrimiento del mundo, en cada generación, fue suponiendo que nos merecemos lo que recibimos, que nuestro infortunio es, en cierto modo, un castigo por nuestros pecados:
 
i Feliz el justo, porque le irá bien, comerá el fruto de sus acciones! ¡Ay del malvado, porque le irá mal, se le devolverá lo que hicieron sus manos! (Isaías 3:10-11)
 
Al justo no le pasará nada malo, pero los malvados están llenos de desgracias. (Proverbios 12:21)
 
Recuerda esto: ¿quién pereció siendo inocente o dónde fueron exterminados los hombres rectos? (Job 4:7)
 
Esta es una actitud que veremos más adelante en el libro cuando hablemos de la cuestión de la culpa. Hay momentos en que es tentador creer que las cosas malas le pasan a la gente (especialmente a los demás) porque Dios es un juez justo que les da exactamente lo que se merecen. Si creemos eso, el mundo nos parece ordenado y comprensible. Le damos a la gente el mejor motivo posible para ser buena y evitar el pecado. Y podemos conservar la imagen de un Dios afectuoso y todopoderoso que ejerce el control total. Dada la realidad de la naturaleza humana, dado el hecho de que ninguno de nosotros es perfecto y de que cada uno de nosotros, sin demasiada dificultad, puede recordar cosas que hizo y que no debería haber hecho, siempre podemos encontrar un motivo para justificar lo que nos sucede. ¿Pero hasta qué punto nos consuela esa respuesta? ¿Hasta qué punto es adecuada desde el punto de vista religioso?
 
La pareja que yo intentaba consolar, los padres que habían perdido inesperadamente a su única hija de sólo diecinueve años, no eran profundamente religiosos. No participaban activamente en la sinagoga; ni siquiera habían ayunado en el Yom Kippur, tradición que conservan muchos judíos que no son practicantes en otros sentidos. Pero cuando los golpeó la tragedia, volvieron a la convicción básica de que Dios castiga a la gente por sus pecados. Sentían que su hija había muerto por culpa de ellos; si hubieran sido menos egoístas y perezosos acerca del Yom Kippur, unos seis meses antes, ella quizá seguiría con vida. Sentían ira contra Dios por haberse cobrado en forma estricta Su gramo de carne, pero sentían temor de admitir la ira pensando que Él podía castigarlos nuevamente. La vida los había herido y la religión no los podía consolar. La religión los hacía sentir peor.
 
HAROLD S. KUSHNER Natick, Massachusetts, 1989 Libro:
 
“CUANDO LA GENTE BUENA SUFRE”

No hay comentarios:

Publicar un comentario