PARA EL ESTUDIO, COMPRENSIÓN Y DIVULGACIÓN DEL CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y LOS PROCESOS DE LA MUERTE

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¿DÓNDE ESTÁ LA VERDAD SINO EN TU PROPIO CORAZÓN?

lunes, 17 de diciembre de 2012

¿DIOS LE DA A LA GENTE LO QUE SE MERECE?

La idea de que Dios le da a la gente lo que se merece, de que la causa de nuestro infortunio son nuestros errores, es una solución prolija y atractiva al problema del mal, pero tiene varias limitaciones graves.
 
Como hemos visto, enseña a la gente a culparse a sí misma. Crea culpa aun cuando no existen bases para ella. Hace que las personas odien a Dios, mientras al mismo tiempo se odian a sí mismas. y lo que es aún más perturbador, ni siquiera se ajusta a la verdad.
 
Quizá si hubiéramos vivido antes de la era de las comunicaciones masivas, podríamos haber creído esa tesis, como la creyeron muchas personas inteligentes de otros siglos. En ese entonces era más fácil creer en ella. Sólo era necesario ignorar unos pocos casos de cosas malas que le sucedían a gente buena. Sin los diarios, sin la televisión, sin los libros de historia, era posible pasar por alto la muerte ocasional de un niño o de un vecino santo. Pero en la actualidad, sabemos demasiado acerca del mundo.
 
¿Cómo podría alguien que reconoce los nombres Auschwitz y My Lai, o que ha recorrido los pasillos de los hospitales y asilos, atreverse a responder a la pregunta del sufrimiento del mundo citando las palabras de Isaías: “Diles a los justos que ellos no sufrirán”? Para creer eso en la actualidad, habría que negar los hechos que nos acosan desde todos los ámbitos, o definir la palabra “justo” a fin de incluir hechos ineludibles. Deberíamos decir que una persona justa es la que vivió muchos años y bien, haya sido o no honesta y caritativa, y que una persona malvada es la que sufrió, aunque su vida haya sido digna de elogio en todo otro sentido.
 
Con frecuencia, las víctimas del infortunio tratan de consolarse con la idea de que Dios tiene Sus razones para que eso les suceda a ellas, razones que no está en sus manos juzgar. Esto me recuerda a una mujer que conozco llamada Helen.
 
El problema comenzó cuando Helen notó que se cansaba después de caminar varias cuadras o permanecer de pie haciendo cola. Lo atribuyó a los años y al exceso de peso. Pero una noche, cuando regresaba a su casa después de cenar con unos amigos, tropezó con el umbral de la puerta de entrada, tiró una lámpara al piso y se cayó de bruces. Su esposo trató de restarle importancia y le dijo en broma que se había emborrachado con dos sorbos de vino, pero Helen sospechó que era una cuestión seria. A la mañana siguiente, concertó una cita con el médico. El diagnóstico fue esclerosis múltiple. El médico le explicó que era una enfermedad degenerativa del sistema nervioso y que empeoraría gradualmente, quizás en forma rápida, quizás en forma lenta, en el curso de varios años. En un momento determinado, comenzaría a tener dificultades para caminar sin ayuda. Eventualmente, quedaría confinada a una silla de ruedas, perdería el control de los esfínteres y su invalidez iría en aumento hasta que falleciera.
 
El mayor temor de Helen se había confirmado. Al escuchar el diagnóstico estalló en llanto. -¿Por qué tenía que pasarme esto? Traté de ser una buena persona. Tengo esposo e hijos pequeños que me necesitan. No me lo merezco. ¿Por qué Dios me hace sufrir de este modo? Su esposo tomó su mano e intentó consolarla: -No puedes hablar de ese modo. Dios debe de tener Sus razones para hacer esto, y nosotros no somos dignos de cuestionarlo. Debes creer que si Él desea que mejores, mejorarás, y si no lo desea, será porque tiene algún propósito.
 
Helen trató de encontrar paz y fortaleza en esas palabras. Deseaba hallar consuelo en la idea de que su sufrimiento tenía algún propósito que ella no podía comprender. Deseaba creer que su problema tenía sentido. Durante toda su vida, le habían enseñado -en la escuela religiosa y también en las clases de ciencias- que el mundo tenía sentido, que todo lo que sucedía, sucedía por una razón. Deseaba seguir creyéndolo con desesperación, aferrarse a su convicción de que Dios controlaba todo, porque si no era así, ¿entonces quién lo hacía? Era difícil vivir con la esclerosis múltiple pero mucho más difícil era vivir con la idea de que a la gente le sucedían cosas sin razón alguna, de que Dios había perdido contacto con el mundo, de que nadie ocupaba el asiento del conductor.
 
Helen no deseaba cuestionar a Dios ni estar enojada con Él. Pero las palabras de su esposo la hicieron sentirse más abandonada y desorientada. ¿ Qué clase de propósito elevado podía justificar lo que ella tendría que enfrentar? ¿Cómo era posible que eso fuera, de algún modo, bueno? Por más que se esforzaba por no enojarse con Dios, se sentía furiosa, dolida y traicionada. Había sido una buena persona; quizá no había sido perfecta pero sí honesta, trabajadora, servicial, tan buena como la mayoría y mejor que muchos de los que gozaban de buena salud. ¿Qué razones podía tener Dios para hacerle eso? Y, además, se sentía culpable por estar enojada con Dios. Se sentía sola en un momento de temor y sufrimiento. Si Dios le había enviado ese pesar, si Él, por alguna razón, deseaba que ella sufriera, ¿ cómo podía pedir en un rezo la curación?
 
En 1924, Thornton Wilder intentó responder esta importantísima pregunta en su novela El puente de San Luís Rey. Un día, en un pueblito de Perú, se rompe un puente colgante y las cinco personas que lo estaban cruzando caen al abismo. Un joven sacerdote católico que observa el hecho queda Consternado. ¿Se trató de un mero accidente o fue la voluntad de Dios que esas cinco personas murieran de ese modo? Investiga sus vidas y llega a una conclusión enigmática: las cinco personas acababan de resolver una situación problemática y estaban por iniciar una nueva etapa de su vida. El sacerdote piensa que quizá fue el momento adecuado para que ellas fallecieran.
 
Confieso que esa respuesta me resulta básicamente insatisfactoria. Sustituyamos los cinco peatones del puente colgante de Wilder por los doscientos cincuenta pasajeros que viajan en un avión que se estrella. Escapa a la imaginación suponer que cada uno de ellos acababa de superar una encrucijada en su vida. Las historias de interés humano que publican los periódicos después de un accidente aéreo parecen indicar lo contrario: que muchas de las víctimas estaban a la mitad de un trabajo importante, que muchas dejaron hijos pequeños y planes incompletos. En una novela, donde la imaginación del autor puede controlar los hechos, es fácil que haya tragedias cuando la trama lo pide. Pero la experiencia me ha enseñado que la vida real no está organizada de ese modo.
 
HAROLD S. KUSHNER Natick,
 
Extracto del libro:CUANDO LA GENTE BUENA SUFRE

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