Hoy en día al niño se le aleja lo más posible de la presencia real de la muerte. Por un lado, procuramos que “sepa” lo menos posible, así que, si pregunta, es posible que cambiemos de conversación, zanjemos el tema o respondamos con evasivas:
- «Papá, Carlitos me ha dicho que su abuelo ya no le va a ver más porque se ha muerto. ¿El abuelito también se va a morir?»
- «Bueno hijo, el abuelito está bien y te quiere mucho, no pienses en esas cosas»
Asimismo, si en el entorno familiar tiene lugar una muerte, normalmente tratamos de alejarlo de esta experiencia cuanto sea posible: se le aparta, se le lleva a casa de algún amigo o vecino para que esté distraído, se procura no hablar, ni llorar, ni “sentir” delante de él con la firme convicción de que lo mejor que podemos hacer por nuestros hijos es evitarles el dolor y el sufrimiento que la muerte de nuestros seres queridos provoca.
Pero, ¿por qué este empeño en alejar a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a los niños, de la realidad de la muerte? Esta pregunta tiene varias respuestas:
ALEJAMOS LA MUERTE PORQUE A TODOS LOS SERES HUMANOS NOS INQUIETA Y NOS ANGUSTIA ENFRENTARNOS A ELLA
La muerte es una realidad cuanto menos inquietante, que pasamos toda la vida tratando de mantener a raya. Cuando nos angustia, cuando nos visita, es entonces cuando no nos queda más remedio que sufrir lo “inevitable”. Se hace muy difícil poder ayudar a los niños, acompañarles en sus inquietudes, curiosidades y en su dolor (cuando la muerte les toca de cerca) si nosotros mismos como adultos también sufrimos, nos inquietamos y nos angustiamos por ello.
Así pues, procuramos alejar a nuestros hijos, alumnos y niños de la muerte, movidos fundamentalmente por nuestras propias ansiedades. Pensamos que, si les ocultamos su existencia, podremos ayudarles a que crezcan sin esa inquietud tan molesta. En general, pensamos que es un hecho demasiado traumático para ellos.
TODOS LOS ADULTOS SENTIMOS LA NECESIDAD IMPERIOSA DE PROTEGER A LOS NIÑOS DEL DOLOR Y DEL SUFRIMIENTO QUE SUPONE PERDER A UN SER QUERIDO
Somos los adultos quienes, no pudiendo soportar el dolor y la pena del niño, tratamos de evitarle por todos los medios la posibilidad de sufrir “en exceso” por la muerte de un ser querido. Es como si, por resultarnos insoportable su dolor, quisiéramos fingir que no ha pasado nada, negamos, alejamos, racionalizamos lo que sucede con el fin de evitar lo que tanto tememos: al niño y su dolor. Así que nos convencemos con argumentos como estos:
“Cuanto menos sepa, menos sufrirá”; “Se le pasará pronto”; “Que no nos vea tristes y así no lo pasará mal”; “Hay que distraerle”; “No le puede afectar tanto, es muy pequeño”; “Si te pregunta, dile que no pasa nada, que todo está bien”; “No le hables de lo que ha pasado, se puede asustar y no queremos que lo pase peor”; “No puede afectarle, todavía no se entera”.
ENSEÑAMOS A VIVIR A NUESTROS HIJOS ALEJÁNDOLOS DE LA MUERTE
Hoy en día vivimos muy preocupados por que nuestros hijos vivan una vida lo más cómoda y fácil posible, queremos que no sufran, que no lo pasen mal, que las cosas no les cuesten demasiado, que lo tengan todo, que se sientan los mejores, etc. Con estos paradigmas de “una vida sin limitaciones”, donde todo es posible y sufrir es evitable, la muerte -la mayor de nuestras limitaciones- no tiene lugar y nos angustia tanto que la alejamos todo lo que podemos.
Algunos pedagogos y filósofos afirman que la enseñanza está derivando hacia lo que ellos llaman “una pedagogía de la infinitud”. En los proyectos educativos no se contempla ni el sufrimiento, ni el fracaso, ni la muerte. Los niños no están preparados para todo lo que sea inevitable y doloroso, así que, cuando se encuentran con alguna limitación, su frustración es tan grande y sus recursos son tan escasos que la posibilidad de una elaboración adecuada se hace tremendamente difícil.
Sería muy beneficioso si se incluyera en el proyecto educativo de las escuelas un trabajo preventivo sobre el desarrollo de recursos para cuando aparecen situaciones difíciles o dolorosas, como puede ser la muerte de un ser querido.
Estas son algunas de las motivaciones que nos mueven a mantener la experiencia de la muerte lejos de los niños. Sin embargo es importante que nos hagamos algunas preguntas:
¿DE VERDAD APARTANDO A LOS NIÑOS, INTENTANDO QUE NO SEPAN O NO VEAN, DEJAN DE SUFRIR?
¿ESTAMOS SEGUROS DE QUE PROTEGEMOS A NUESTROS HIJOS APARTÁNDOLOS DE ESTA REALIDAD?
¿SABEN LOS NIÑOS MÁS DE LO QUE NOSOTROS DESEARÍAMOS?
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