EL DUELO DEBERÍA TENER DOS CARAS: LA QUE RELUCE POR EL REGALO OBTE¬NIDO Y LA QUE SE AFLIGE POR SU TEMPORALIDAD Y FINITUD. FRENTE A ÉL TENEMOS EL DUELO DE UNA SOLA CARA, EL QUE NO LLORA LA PÉRDIDA DE UN VA¬LOR CONSEGUIDO Y OTRA VEZ DESPEDIDO, SINO LA NEGLIGENCIA EN LA CONSECUCIÓN DE UN VALOR.
¿A QUIÉN NO LE DUELEN LAS MALAS DECISIONES QUE NOSOTROS MISMOS HEMOS TOMADO Y QUE NUNCA MÁS TENDREMOS LA OPORTUNIDAD DE REVI¬SAR? ¿QUIÉN NO SIENTE EN EL CORAZÓN UN PRO¬FUNDO PESAR POR DETERMINADAS ACCIONES IM¬PRUDENTES Y ESTÚPIDAS QUE HEMOS COMETIDO Y DE LAS QUE MÁS TARDE NOS ARREPENTIMOS?
Sin embargo, la mayoría no deseamos los despropósitos que causan las malas intenciones ni, particular¬mente, la posibilidad de sentido que se des¬perdicia por el descuido. Se han producido por timidez, cansancio, vacilación y descuido en el momento equivocado; y el momento de¬cisivo ya ha pasado irremediablemente.
Todo esto no es malo si se puede reparar. Una aclaración del error, una explicación ra¬zonable o una «confesión» conveniente ayu¬dan a esclarecer las cosas, e incluso una muestra de buena voluntad sirve para limar asperezas.
PERO ¿QUÉ PUEDE MITIGAR EL DOLOR DEL CORAZÓN CUANDO LA REPARACIÓN NO TIENE LUGAR PORQUE, POR EJEMPLO, LA PERSONA POR LA QUE NOS SEN¬TIMOS CULPABLES YA NO VIVE?
CIERTAMENTE, EL DUELO TENDRÁ ENTONCES SUS DOS CARAS, PERO UNA SERÁ MÁS DESGRACIADA QUE LA OTRA PORQUE YA NO PODRÁ ASPIRAR CON PLENO DERECHO A SER EL ESPE¬JO DE LA RIQUEZA. EN ELLA SE REFLEJAN LAS OCASIO¬NES FRUSTRADAS QUE SE HAN DEJADO ESCAPAR A LO LARGO DE LA VIDA. A PESAR DE ELLO, EL AMOR TAM¬BIÉN PERVIVE EN ESTE DUELO. VALGA EL SIGUIENTE EJEMPLO PARA DEMOSTRARLO.
Un padre sufrió la pérdida de su hija. Du¬rante las obras de reforma de su vivienda, y sin que él se diera cuenta, la niña había caído en un barreño de agua de cal y se había ahogado. El padre se inculpó con vehemencia por no haber tapado el barreño con tablones o con una lona protectora.
Le expliqué a aquel padre un episodio de mi real ocurrido recientemente. Una tarde de verano, una madre sujetó su reloj a la muñeca de su hija y la dio permiso para ir a jugar con la pelota al parque. Tenía que volver a casa a las seis de la tarde, pero el reloj se paró a las cuatro. Estuvo jugando sin figurarse lo sucedido, y como veía que las manecillas del reloj no llegaban a las seis, seguía en el parque. Al final oscureció, lo cual le pareció sorprendente, y volvío a casa. Igual de sorprendida quedo al ver que su padre, que nunca llegaba antes de las ocho, abría la puerta. Apenas la vio, recibió una lluvia de bofetadas. No entendía lo que pasaba. Su madre murmu¬ró que ya se había hecho tarde para cenar y la mandó directamente a la cama. Tampoco hallo en esa orden tan clara explicación alguna para aquellos sucesos tan singulares. Se quito el reloj de su madre y se acurruco bajo la sábana.
De repente, el dormitorio se iluminó y sus padres se acercaron a la cama. Se arrodillaron y pidieron perdón (por lo visto, descubrieron la avería del reloj y la relacionaron lógicamente con la falta de puntualidad). La madre, aba¬tida, la llevo una sopa caliente, y su padre admitió haber perdido los estribos debido, tal como recalcó, a la enorme preocupación. La larga desaparición los había inquietado terriblemente, incluso había querido llamar a la policía y tomar otras medidas para localizar a su hija.
«Son padres envidiables —exclamó el afligido padre al acabar mi relato—. Ellos pudieron reparar su descuido, pero yo ¿qué puedo hacer?» «Exactamente lo mismo —le respon¬dí -con una diferencia insignificante. Hágalo en su fantasía.
VAYA A VISITAR A SU HIJA A UN LUGAR EN EL QUE USTED SE HALLE ÍNTIMAMENTE PRÓXIMO A ELLA. QUÉDESE ALLÍ CIERRE LOS OJOS Y DEJE QUE SE FORME LA IMAGEN DE LA NIÑA.
Entonces, pídala perdón por no haber asegurado el barreño y déjese sorprender por su respuesta.» El padre siguió mi consejo y experimentó una inmediata sorpresa. En su ejercicio de fantasía, la niña rondó sonriente por su cabeza. «Pero papá —susurró—, no estés triste. Tú me has querido, y eso es lo único que cuenta.» El hombre juró que nunca había deseado escuchar aquel mensaje. Incluso llegó a notar de manera misteriosa los dedos de su hija sobre la frente. A partir de aquel día cesaron sus atormentadas autoincul¬paciones.
La disculpa sincera a los vivos o a los muertos es una clave para la sanación de nuestras culpas.
Las personas que no se han despedido de alguien por las buenas tienen que recuperar a toda costa ese momento, al menos en su ima¬ginación.
EL TERRENO DEL ESPÍRITU ES AMPLIO Y NO SE ACABA EN LOS LÍMITES ENTRE AQUÍ Y ALLÁ. VA MÁS ALLÁ DEL ESPACIO Y EL TIEMPO. SI EN NUESTRO MUNDO FÍSICO SOMOS CAPACES DE ENVIAR Y RECIBIR INFORMACIÓN SIN NECESIDAD DE HILOS, CON MÁS RAZÓN PODREMOS TAMBIÉN HACERLO EN EL MUNDO ESPIRITUAL. POR ELLO, ALLÍ DONDE EL DUELO SE MEZCLA CON SENTIMIENTOS DE CULPA, PEDIR PERDÓN ES EL VEHÍCULO DE LA REPARACIÓN.
PODEMOS SER ESCUCHADOS O PODEMOS PENSAR QUE NO, PERO DESDE LUEGO HAY QUE INTENTARLO.
SON ERRÓNEOS LOS JUICIOS QUE LOS VIVOS HACEN SOBRE NOSOTROS. NUESTROS CONGÉNERES NO VIVEN EN NUESTRA PIEL NI EN NUESTROS DILEMAS. SIN EMBARGO, LOS QUE YA SE ENCUENTRAN MÁS ALLÁ DE LOS INTRINCADOS JUICIOS TERRENALES NOS VALORAN POR NUESTRAS ACCIONES HECHAS DESDE EL CORAZÓN.
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